Un médico
rural y otros relatos pequeños
Franz Kafka
Traducción de Pablo Grosschmid
Editorial Impedimenta, Madrid, 160 páginas
(Libros de fondo)
Para abordar estos textos, el lector debe de
tener en cuenta que las narraciones que tiene delante de sí forman parte de la
obra que Kafka quiso publicar y de hecho publicó. Los tres libros de
narraciones titulados respectivamente Contemplación
(1913), Un médico rural (1919), Un artista del trapecio (1924), más
otras narraciones publicadas de forma aislada, tales como La metamorfosis, La sentencia, En la colonia penal o el relato Ante la ley. Su legado póstumo en el que
se encuentran otros esbozos de relatos y aforismos o su Diario (1910-1913) más las tres grandes novelas: El proceso, El castillo y América han llegado hasta nosotros
gracias a que su amigo y testamentario, Max Brod, no quemó todos los escritos
inéditos que Kafka consideraba a medio hacer.
Los relatos que nos ofrece Impedimenta, en
traducción de Pablo Grosschmid, reúnen un material muy diverso. El mismo Kafka
empleó distintas denominaciones para referirse a ellos: piezas, trozos,
fragmentos, historias, narraciones. Algunos como “El deseo de ser piel roja” o
“Los árboles” dan la impresión de ser simples aforismos de unas pocas líneas.
Otros, en cambio, son historias de más de cincuenta páginas. En algunos se
perciben huellas autobiográficas del autor. Un claro ejemplo es “La sentencia”,
un cuento extraño que se cierra con el suicidio de un joven, incapaz de
entenderse con un padre irascible y estrafalario. Otros, al contrario, resultan
refractarios a tal interpretación y el calificativo que mejor les sienta es
precisamente el adjetivo kafkiano: el hombre, víctima de engranajes burocráticos
y totalitarios que es incapaz de comprender.
Una pesadilla radical que cuestiona el
sentido del lenguaje y de la misma realidad. El estilo conciso, equilibrado y
exacto, con leves concesiones a la ironía, es en estos relatos una copia del lenguage
detallista y al mismo tiempo preciso de la vida laboral del escritor como
redactor de informes sobre mutilaciones sufridas por los trabajadores. Kafka
era consciente de que su destino vital le exigía una entrega casi que fisiológica
al acto de escribir. Pero el gran obstáculo para esta dedicación era “das
Bureau” (la oficina). En sus escritos, especialmente en su época inicial, se
refleja esta contraposición entre la escritura y el rutinario trabajo
oficinesco. Pero es preciso interpretarlo no como una huida hacia ensoñaciones
edénicas, sino como liberación de una obligación repetitiva y absurda.
En gran medida, esa evasión se produce en la
obra de Kafka mediante una peculiar lógica de los sueños. Despertamos bajos los
imperativos de la normalidad diurna, pero todavía seguimos sumergidos dentro
del tejido de los sueños, no menos lógicos que el período de vigilia, mas
gobernados por otro tipo de coherencia.
Además de esta ambivalencia entre semisueño
y semivigilia, se hace presente otro elemento en estas narraciones y en general
en toda la obra kafkiana:el desenvolvimiento “ad absurdum” de una hipótesis o
de una idea en consonancia con su lógica interna. Las narraciones recogidas en
el libro nos ofrecen múltiples ejemplo de la presencia de este elemento, juego de
paradojas e hipérboles extremas y absurdas. Destaco entre ellas el relato “Sobre
la construcción de la muralla china” y el más absurdamente cómico, “Informe
para una academia”, en el que un mono que aprende a hablar y cuenta lo bien que lo pasa
aprovechándose de sus propios educadores. En estos relatos, el Kafka pertubador
deja paso al narrador ingenioso, hiperbólico, más divertido que inquietante.
En mi opinión uno de los relatos más
notables de este volumen es “La colonia
penitenciaria”. Como en El proceso,
este relato invita a una lectura metafórica, como símbolo de las torturas que
en nuestro tiempo han alcanzado un refinamiento tecnológico especialmente espantoso,
si bien en la narración la tortura aparece descrita como una especie del “arte
por el arte”, alejada progresivamente de la realidad en la que al comienzo
parecía presentarse. Otra narración digna de mención es la que le da parte del
título al volumen, “Un médico rural”. Un relato en el que se alternan estampas
sonambulescas con coherentes desenvolvimientos de las ideas kafkiana llevadas
hasta el extremo, y en algún caso en forma de una verdadera parábola, como “Ante
la ley”, que más tarde aparecerá en El
proceso como prédica en la catedral.
“Todo puede ser escrito” afirmaba Kafka. Escrito de forma directa, concisa, en
engañosa sencillez para acercarnos seres angustiados y fantasmales extraídos de
los sueños. Este volumen es una muestra de esta forma de escritura continua
que, no obstante, solamente se puede transmitir de forma fragmentaria.
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Franz Kafka |
Fragmentos
“-Es un aparato singular -dijo el oficial al explorador, y contempló con
cierta admiración el aparato, que le era tan conocido. El explorador parecía
haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar
la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus
superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés
suscitado por esta ejecución. Por lo menos en ese pequeño valle, profundo y
arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además
del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto
estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado que sostenía la pesada
cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los
tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí
mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan
caninamente sumiso, que al parecer hubieran podido permitirle correr en
libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido
cuando llegara el momento de la ejecución.
El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del
condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos
preparativos, arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en
la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes
superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico,
pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba el
aparato, o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo
a otra persona.
-¡Ya está todo listo! -exclamó finalmente, y descendió de la escalera.
Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta, y se
había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.
-Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico -comentó el
explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiera
deseado el oficial.
-En efecto -dijo este, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en
un balde que allí había-; pero para nosotros son símbolos de la patria; no
queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato
-prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando aquél
al mismo tiempo. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el aparato
funciona absolutamente solo.
El explorador asintió y siguió al oficial. Éste quería cubrir todas las
contingencias, y por eso dijo:
-Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero
siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar
ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos, son
sin embargo desdeñables, y se los soluciona rápidamente. ¿No quiere sentarse?
-preguntó luego, sacando una silla de mimbre entre un montón de sillas
semejantes, y ofreciéndosela al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó
entonces; al borde de un hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de
parapeto; del otro lado estaba el aparato.
-No sé -dijo el oficial- si el comandante le ha explicado ya el aparato.
El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor,
porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento” (La colonia penitenciaria)
…..
“Excelentísimos
señores académicos:
Me hacéis el
honor de presentar a la Academia un informe sobre mi anterior vida de mono.
Lamento no poder complaceros; hace ya cinco años que he abandonado la vida
simiesca. Este corto tiempo cronológico es muy largo cuando se lo ha atravesado
galopando -a veces junto a gente importante- entre aplausos, consejos y música
de orquesta; pero en realidad solo, pues toda esta farsa quedaba -para guardar
las apariencias- del otro lado de la barrera.
Si me hubiera
aferrado obstinadamente a mis orígenes, a mis evocaciones de juventud, me
hubiera sido imposible cumplir lo que he cumplido. La norma suprema que me
impuse consistió justamente en negarme a mí mismo toda terquedad. Yo, mono
libre, acepté ese yugo; pero de esta manera los recuerdos se fueron borrando
cada vez más. Si bien, de haberlo permitido los hombres, yo hubiera podido
retornar libremente, al principio, por la puerta total que el cielo forma sobre
la tierra, ésta se fue angostando cada vez más, a medida que mi evolución se
activaba como a fustazos: más recluido, y mejor me sentía en el mundo de los
hombres: la tempestad, que viniendo de mi pasado soplaba tras de mí, ha ido
amainando: hoy es tan solo una corriente de aire que refrigera mis talones. Y
el lejano orificio a través del cual ésta me llega, y por el cual llegué yo un
día, se ha reducido tanto que -de tener fuerza y voluntad suficientes para
volver corriendo hasta él- tendría que despellejarme vivo si quisiera
atravesarlo. Hablando con sinceridad -por más que me guste hablar de estas
cosas en sentido metafórico-, hablando con sinceridad os digo: vuestra
simiedad, estimados señores, en tanto que tuvierais algo similar en vuestro
pasado, no podría estar más alejada de vosotros que lo que la mía está de mí.
Sin embargo, le cosquillea los talones a todo aquel que pisa sobre la tierra,
tanto al pequeño chimpancé como al gran Aquiles. Pero a pesar de todo, y de
manera muy limitada, podré quizá contestar vuestra pregunta, cosa que por lo
demás hago de muy buen grado. Lo primero que aprendí fue a estrechar la mano en
señal de convenio solemne. Estrechar la mano es símbolo de franqueza. Hoy, al
estar en el apogeo de mi carrera, tal vez pueda agregar, a ese primer apretón
de manos, también la palabra franca. Ella no brindará a la Academia nada
esencialmente nuevo, y quedaré muy por debajo de lo que se me demanda, pero que
ni con la mejor voluntad puedo decir. De cualquier manera, con estas palabras
expondré la línea directiva por la cual alguien que fue mono se incorporó al
mundo de los humanos y se instaló firmemente en él. Conste además, que no
podría contaros las insignificancias siguientes si no estuviese totalmente
convencido de mí, y si posición no se hubiese afirmado de manera incuestionable
todos los grandes music-halls del mundo civilizado.
Soy
originario de la Costa de Oro. Para saber cómo fui atrapado dependo de informes
ajenos. Una expedición de caza de la firma Hagenbeck -con cuyo jefe, por otra
parte, he vaciado no pocas botellas de vino tinto- acechaba emboscada en la
maleza que orilla el río, cuando en medio de una banda corrí una tarde hacia el
abrevadero. Dispararon: fui el único que hirieron, alcanzado por dos tiros.
Uno en la
mejilla. Fue leve pero dejó una gran cicatriz pelada y roja que me valió el
repulsivo nombre, totalmente inexacto y que bien podía haber sido inventado por
un mono, de Peter el Rojo, tal como si sólo por esa mancha roja en la mejilla
me diferenciara yo de aquel simio amaestrado llamado Peter, que no hace mucho
reventó y cuyo renombre era, por lo demás, meramente local. Esto al margen.
El segundo
tiro me atinó más abajo de la cadera. Era grave y por su causa aún hoy rengueo
un poco. No hace mucho leí en un artículo escrito por alguno de esos diez mil
sabuesos que se desahogan contra mí desde los periódicos "que mi
naturaleza simiesca no ha sido aplacada del todo", y como ejemplo de ello
alega que cuando recibo visitas me deleito en bajarme los pantalones para
mostrar la cicatriz dejada por la bala. A ese canalla deberían arrancarle a
tiros, uno por uno, cada dedo de la mano con que escribe. Yo, yo puedo quitarme
los pantalones ante quien me venga en ganas: nada se encontrará allí más que un
pelaje acicalado y la cicatriz dejada por el -elijamos aquí para un fin
preciso, un término preciso y que no se preste a equívocos- ultrajante disparo.
Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder. Tratándose de la verdad
toda persona generosa arroja de sí los modales, por finos que éstos sean. En
cambio, otro sería el cantar si el chupatintas en cuestión se quitase los
pantalones al recibir visitas. Doy fe de su cordura admitiendo que no lo hace,
¡pero que entonces no me moleste más con sus mojigaterías!
Después de
estos tiros desperté -y aquí comienzan a surgir lentamente mis propios
recuerdos- en una jaula colocada en el entrepuente del barco de Hagenbeck. No
era una jaula con rejas a los cuatro costados, eran mas bien tres rejas
clavadas en un cajón. El cuarto costado formaba, pues, parte del cajón mismo.
Ese conjunto era demasiado bajo para estar de pie en él y demasiado estrecho
para estar sentado. Por eso me acurrucaba doblando las rodillas que me
temblaban sin cesar. Como posiblemente no quería ver a nadie, por lo pronto
prefería permanecer en la oscuridad: me volvía hacia el costado de las tablas y
dejaba que los barrotes de hierro se me incrustaran en el lomo. Dicen que es
conveniente enjaular así a los animales salvajes en los primeros tiempos de su
cautiverio, y hoy, de acuerdo a mi experiencia, no puedo negar que, desde el
punto de vista humano, efectivamente tienen razón.
Pero entonces
no pensaba en todo esto. Por primera vez en mi vida me encontraba sin salida;
por lo menos no la había directa. Ante mí estaba el cajón con sus tablas bien
unidas. Había, sin embargo, una hendidura entre las tablas. Al descubrirla por
primera vez la saludé con el aullido dichoso de la ignorancia. Pero esa rendija
era tan estrecha que ni podía sacar por ella la cola y ni con toda la fuerza
simiesca me era posible ensancharla.
Como después
me informaron, debo haber sido excepcionalmente silencioso, y por ello
dedujeron que, o moriría muy pronto o, de sobrevivir a la crisis de la primera
etapa, sería luego muy apto para el amaestramiento. Sobreviví a esos tiempos.
Mis primeras ocupaciones en la nueva vida fueron: sollozar sordamente;
espulgarme hasta el dolor; lamer hasta el aburrimiento una nuez de coco;
golpear la pared del cajón con el cráneo y enseñar los dientes cuando alguien
se acercaba. Y en medio de todo ello una sola evidencia: no hay salida.
Naturalmente hoy sólo puedo transmitir lo que entonces sentía como mono con
palabras de hombre, y por eso mismo lo desvirtúo. Pero aunque ya no pueda
retener la antigua verdad simiesca, no cabe duda de que ella está por lo menos
en el sentido de mi descripción.
Hasta
entonces había tenido tantas salidas, y ahora no me quedaba ninguna. Estaba
atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera disminuido por ello mi libertad de
acción. ¿Por qué? Aunque te rasques hasta la sangre el pellejo entre los dedos
de los pies, no encontrarás explicación. Aunque te aprietes el lomo contra los
barrotes de la jaula hasta casi partirse en dos, no conseguirás explicártelo.
No tenía salida, pero tenía que conseguir una: sin ella no podía vivir. Siempre
contra esa pared hubiera reventado indefectiblemente. Pero como en el circo
Hagenbeck a los monos les corresponden las paredes de cajón, pues bien, dejé de
ser mono. Esta fue una magnífica asociación de ideas, clara y hermosa que
debió, en cierto sentido, ocurrírseme en la barriga, ya que los monos piensan
con la barriga.
Temo que no
se entienda bien lo que para mi significa "salida". Empleo la palabra
en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No
hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono
posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe,
ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad -y esto lo digo al margen-
uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad
es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes
engaños. En los teatros de variedades, antes de salir a escena, he visto a
menudo ciertas parejas de artistas trabajando en los trapecios, muy alto, cerca
del techo. Se lanzaban, se balanceaban, saltaban, volaban el uno a los brazos
del otro, se llevaban el uno al otro suspendidos del pelo con los dientes.
"También esto", pensé, "es libertad para el hombre: ¡el
movimiento excelso!" iOh burla de la santa naturaleza! Ningún edificio
quedaría en pie bajo las carcajadas que tamaño espectáculo provocaría entre la
simiedad.
No, yo no
quería libertad. Quería únicamente una salida: a derecha, a izquierda, adonde
fuera. No aspiraba a más. Aunque la salida fuese tan sólo un engaño: como mi
pretensión era pequeña el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de
no detenerme con los brazos en alto, apretado contra las tablas de un cajón.
Hoy lo veo
claro: si no hubiera tenido una gran paz interior, nunca hubiera podido
escapar. En realidad, todo lo que he llegado a ser lo debo, posiblemente, a esa
gran paz que me invadió, allá, en los primeros días del barco. Pero, a la vez,
debo esa paz a la tripulación.” (Informe
para una academia)