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lunes, 2 de octubre de 2017

LA BANALIDAD DEL MAL

La matanza de Rechnitz.
Historia de mi familia
Sacha Batthyany
Traducción de alemán de Fernando Aramburu
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2017, 270 páginas.

   

   Este libro tiene su origen y motivación en un hecho sangriento e inhumano que sucedió en la noche del 24 al 25 de marzo de 1945: Margit Batthyany, hermana del conocido barón Thyssen-Bornemisza, celebraba una fiesta en su castillo de Rechnitz (Austria). En la misma participaban como invitados distintos jerarcas nazis, miembros de la policía política de las SS y de las Juventudes Hitlerianas. La velada concluyó con un espeluznante divertimento, en una borrachera sangrienta: disparar al judío.  Ciento ochenta judíos perdieron la vida en aquella matanza. Y los dieciocho que los enterraron, fueron asesinados al día siguiente. Aquel suceso permaneció oculto -no resultaba difícil para una familia tan poderosa como los Thyssen-, pero este libro rescata aquel macabro episodio. El profesor y periodista Sacha Batthyany se halló de golpe con esta historia en la que participó algún miembro de su propia familia: la anfitriona de aquella velada fue Margit, tía de su padre. Porque una mañana, una compañera del medio en el que trabajaba, puso un periódico en su mesa y le preguntó: “Pero ¿qué clase de familia tienes tú?”. Sacha Batthyany dirigió la mirada a la página de aquel diario y leyó el siguiente titular: “La anfitriona del infierno”. Esa anfitriona era la tía Margit. Y a continuación, el relato de la salvaje diversión, del tiro a la cabeza del judío o de la judía desnudos. La negra historia de una familia que sumergió a Sacha Batthyany en una investigación de siete años cuyo resultado fue este libro, una amalgama de memoria y de novela.
   Eran los estertores de la Segunda Guerra Mundial con el ejército soviético a pocos quilómetros. Seiscientos judíos se hacinaban en los sótanos del castillo. Los doscientos que se hallaban en las peores condiciones fueron los elegidos para esta caza a balazos del judío. Tras la masacre, Margit y sus invitados continuaron bebiendo y bailando hasta el amanecer.
   Tras conocer el suceso, el sobrino nieto de la anfitriona, guiado por el diario de su abuela, inicia una investigación por Europa y Latinoamérica que suscitará en él imperiosos y preocupantes interrogantes sobre el pasado y su conexión con el presente; sobre los secretos de una familia poderosa y sobre él mismo. Si algo le preocupa resolver al autor es el grado de participación de la tía Margit en la ejecución de los prisioneros. ¿Participó, disparó contra los judíos o se limitó a brindar con los asesinos?
   Pero hay más abismos familiares que forman así mismo parte de una herencia a la que no puede renunciar. La matanza de Rechnitz en la mansión de Margit von Thyssen es solamente el punto de arranque de esta pieza que entronca a la vez la ficción con la historia. De hecho la tía Margit nunca fue acusada de crímenes de lesa humanidad. Los dos principales testigos de la causa fueron asesinados en 1946. Mas la matanza de ciento ochenta judíos fue lo que acercó a Sacha a la familia: quiso saber el grado de implicación de la tía Margit y lo que halló fue la historia deshonrosa de la familia: los diez años que el abuelo pasó encerrado en un gulag en Siberia por haber sido oficial del ejército húngaro, subordinado al alemán, las penalidades de la abuela Maritta en un Budapest bombardeado por los rusos y, sobre todo, los fragmentos de los diarios de la abuela y de Agnes. El diario de la abuela transcribe  hechos acontecidos entre 1920 y 1956 en Hungría: cómo creció siendo hija de terratenientes en la aldea de Sarasod, con doncellas, criados, coches y un profesor particular de francés. La llegada de la Guerra lo trastocaría todo porque Hungría es aliada de Alemania y el palacio familiar fue empleado por los nazis para encerrar judíos. Y la abuela nada hizo por salvar a ninguno de ellos. Se agazapó, se escondió y vivió como un topo. No movió un solo dedo para proteger a los padres de Agnes, el matrimonio Mandl, que había dicho no a su traslado a Auschwitz, y marido y mujer fueron asesinados por la espalda.
   Esa culpa por no haber hecho nada por salvar a los judíos por parte de la abuela Maritta llega hasta el presente. Es la contumacia del pasado que Sacha Batthyany refleja con turbadores  interrogantes. Esas culpas pesaron sobre los hombros de los abuelos, sobre las de sus padres y hoy golpean la conciencia de Sacha.
   
                                             
La condesa Margit von Thyssen recibiendo un trofeo de manos de un jerarca nazi  en la Hípica de Budapest, año 1942
                                         

Es esta, sin duda, la parte más sugestiva y crucial de la novela. En la misma no solo hay una crónica a caballo del reportaje periodístico y de la ficción, sino una verdadera inmersión en lo que Hannah Arendt llama la “banalidad del mal” (Eichmann en Jerusalén). El autor se involucra en los hechos pasados, pero además cree que condicionan su propia existencia. ¿Habría hecho él algo en lugar de limitarse a mirar como hicieron los abuelos? ¿No nos volvemos de pronto sumisos y obedientes cuando se trata de salvar el pellejo? Estamos cada hora a favor o en contra de algo en las redes sociales, pero ¿cómo actuaríamos si los hechos dejaran de ser virtuales y se trasladasen a la calle? ¿Actuaríamos como topos agazapados sin querer saber nada?
   La novela reproduce la crónica de una familia y el peso del pasado sobre el presente, mas también es autoficción: en la parte conclusiva todo gira en torno al autor. En todo ello ahonda esta pieza narrativa  a medida que van pasando las hojas.
   La novela se sustenta en una arquitectura compositiva con múltiples saltos tanto en el tiempo como en el espacio para volver siempre a los puntos de partida. Un estilo de prosa conciso y preciso, propio de una crónica periodística para hacer visible el manto externo y apreciable de los hechos más turbios y espeluznantes, y un trasfondo extremadamente inquietante que escudriña en la naturaleza imperecedera de las culpas, del pasado que no se disuelve, que siempre retorna como los viejos fantasmas.

Francisco Martínez Bouzas


Sacha Batthyany



Fragmentos

“Llamé por teléfono a mi padre y le pregunté si estaba al corriente de aquel hecho. Guardó silencio y oí que descorchaba una botella de vino: Lo veía ante mí, en aquel sofá desgastado que tanto me gusta, en su sala de estar de Budapest.
-Margit tuvo un par de líos amorosos con nazis. Es lo que se contaba en la familia.
-En el periódico se dice que organizó una fiesta y, como culminación, de postre, encerraron a ciento ochenta judíos en un establo y hubo reparto de armas. Todos estaban borrachos como cubas. Participaron los que quisieron. También Margit. La tildan la anfitriona del infierno. En algunos periódicos ingleses la llaman killer countess. Y el Bild tituló: LA CONDESA THYSSEN HIZO MATAR A TIROS A DOCIENTOS JUDIOS EN UNA FIESTA DE NAZIS.
-Eso no tiene sentido. Hubo un crimen. Ahora bien, juzgo improbable que Margit tuviera nada que ver con ello. Era un monstruo, pero incapaz de hacer una cosa semejante.
-¿Por qué dices que Margit era un monstruo?

…..

“Tía Margit no estuvo aquella noche a la intemperie, delante de la fosa en cuyo interior, formando una hilera, se arrodillaban las mujeres y los hombres desnudos. Ella se reía y bailaba mientras los cuerpos demacrados caían a la tierra. Rio y bailó con los asesinos cuando éstos, a las tres de la madrugada, volvieron al palacio.
Y mientras los ciento ochenta cadáveres se descomponían dentro de una fosa perdida en algún lugar de Rechnitz, tía Margit navegaba cada año en un crucero por el azul estival del Egeo, bebía Kir Royal en Montecarlo y, al llegar el otoño, cazaba renos en los bosques de Burgenland.
Tía Margit disfrutó el resto de su larga vida aun cuando conocía los pormenores de la matanza. Semilla podrida.”

…..

¿Qué diferencia había entre los padres de mi abuela y tía Margit? Lo fui pensando de regreso al hotel, mientras caminaba junto a panaderías y bares sombríos con hombres que, de pie delante de máquinas tragaperras, no se daban cuenta de que les caía en el pantalón la ceniza del cigarrillo. (…)
Ellos no eran monstruos sanguinarios; mis parientes no torturaron, ni dispararon, ni causaron grandes sufrimientos. Se limitaron a mirar y a no hacer nada. Habían dejado de pensar y de existir como personas, aunque sabían todo lo ocurrido. ¿Consistía en esto la célebre banalidad del mal formulada por Hannah Arendt? Me lo pregunté mientras andaba y andaba, me habría gustado no parar nunca de poner un pie delante de otro. «Todos lo sabían», iba yo hablando a solas en voz baja. Los transeúntes que me miraban pudieron creer que musitaba una canción. En lugar de eso, pensaba en un pasaje del libro Devorado por las llamas, de la periodista Lilly Kertész, húngara de la ciudad de Eger deportada a Auschwitz en 1944. En él describe a los vecinos  que miraban al patio y observaban cómo se llevaban a los judíos. «No vais a volver nunca», gritaban desde las viviendas, por cuyas ventanas salían música de baile y risotadas. Y la periodista se sorprendía: «Claro está que yo conocía a los moradores de la casa. Siempre había recibido de ellos un trato amistoso.”


(Sacha Batthyany, la matanza de Rechnitz. Historia de mi familia, páginas 15-16,79-80, 231-232)

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