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viernes, 4 de agosto de 2017

RETRATO DESPIADADO DEL GRAN SUEÑO AMERICANO



El Gran Gatsby
F. Scott Fitzgerald
Traducción y epílogo de  Justo Navarro Velilla
Editorial Anagrama, Barcelona, 2011 (Panorama de Narrativas), 2012 (Compactos)
(LIBROS DE FONDO)

   Francis  Scott Fitzgerald (1896-1940) es uno de los escritores más importantes y emblemáticos de la literatura norteamericana y el mejor cronista de toda una generación que nace, como él mismo escribió, para hallar muertos todos los dioses, terminadas todas las guerras y toda la fe en el ser humano sometida a una duda radical. Nadie como F. Scott Fitzgerald supo definir la llamada “era del jazz”, la prosperidad derivada de la primera Guerra Mundial; y diagnosticar con crudeza su fracaso, la traición que, con su ignorancia y materialismo, la llamada nueva clase, surgida del enriquecimiento fácil, acabaría por volatilizar todos los ideales del alegre sueño americano. Y supo además definir las coordenadas de ese sueño porque F. Scott Fitzgerald representa de forma modélica a aquella “Generación Perdida”, slogan que empleó Gertrude Stein para encuadrar a ciertos compatriotas suyos más jóvenes y osados que ella, que vivían y, sobre todo, bebían bajo los alientos voluptuosos de los felices años veinte.
   En efecto, el autor de El Gran Gatsby representa muchos más que ningún otro escritor, al modelo del perdedor de la época; un hombre a quien sus escritos, y de forma especial sus relatos, hacen famoso de la noche a la mañana y que finiquita sus días, a comienzos de la década de los cuarenta, alcoholizado, sin dinero, su contorno privado de amor y olvidado por el público norteamericano.
   La genialidad de Scott Fitzgerald consistió justamente en convertir todo esto en un tema artístico; en presentar literalmente al dinero en toda su materialidad, algo voluptuoso y volátil, símbolo de un ideal que es al mismo tiempo tan frágil y efímero como el placer.
   El Gran Gatsby forma parte de aquella literatura que hace de la sátira social y del reflejo de la decadencia y de la corrupción de una sociedad su tema central. Una novela que trata de amores nunca logrados, de la muerte, de fiestas disparatadas, de ideales románticos. Y contiene el retrato despiadado e implacable de la sociedad americana en los años posteriores a la primera Gran Guerra, en los que surgen, como clase social, los nuevos ricos, sin que los pobres hayan dejado de serlo.
   Jay Gatsby, el protagonista de la novela, es el prototipo de esta nueva clase social, amoral e independiente, que desvaría por triunfar sea como sea y que finalmente será destruida por aquellos a los que intenta imitar. Sin embargo, Nic Carraway, narrador de la historia, un ser con especiales cualidades para captar la falsedad y la dureza del sistema clasista americano y el fracaso de su sueño, acaba por rendirse delante del incuestionable hechizo de Gatsby. Su aura romántica hace que el personaje no pertenezca por entero al grupo de los ricos de origen, una clase sin moral y sin posibilidades de redención. De hecho, en Gatsby la necesidad de hacerse rico no tiene otro origen y finalidad que los de conseguir el amor de Daisy.
   En el fondo, F. Scott Fitzgerald es heredero de la idea romántica de que la verdad es hermosura, pero también de que es necesario vivir la vida al instante, puesto que nada mortal es eterno. Así pues, sobre la novela planea un cierto aire de tragedia griega. Personajes como Jay Gatsby, con su indomable capacidad de amar a Daisy, la joven que tiene la voz rebosante de dinero, nos recuerdan a los grandes héroes trágicos clásicos que, cuando se aproximan a la meta, esta desaparece en el horizonte.
   El Gran Gatsby fue publicada en 1925, pero no logró el éxito popular de los relatos breves del autor, ni tampoco el de sus primeras novelas (A este lado del paraíso, 1920, Hermosos y malditos, 1922). No obstante, los críticos más exigentes escribieron que era una de las obras de la literatura más notables de la literatura escrita en lengua inglesa. Una categoría que queda demostrada al comprobar los magistrales enfoques narrativos; la complejidad de la voz narradora, a la vez observador y participante en el destino del protagonista; los diálogos perfectos; las descripciones incomparables; la luz del embarcadero de Daisy en Long Island que Jay Gatsby custodia en el verano y que, desde entonces, se convirtió en la gran metáfora de las ilusiones y de los sueños inalcanzables.

Francisco Martínez Bouzas

                                                 
F. Scott Fitzgerald

Fragmentos

“A medio camino entre West Egg y Nueva York la carretera confluye de pronto con la línea del ferrocarril y corre a su lado cerca de cuatrocientos metros, como si quisiera evitar cierta extensión de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo hasta convertirse en cordilleras, colinas y jardines grotescos, donde las cenizas toman la forma de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo trascendental, de hombres de ceniza que se agitan como sombras y se deshacen en el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra por una vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e inmediatamente los hombres de ceniza salen como un enjambre con palas que parecen de plomo y levantan una nube impenetrable que nos oculta sus misteriosas operaciones.
Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.
Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos,  y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.”

…..

“Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.
Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho, algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.
-¿Qué les parece? -preguntó con verdadero ímpetu.
-¿Qué?
Señaló hacia los libros con la mano.
-Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son de verdad.
-¿los libros?
Asintió.
-Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.
Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de las Conferencias de Stoddard.
-¡Miren! -exclamó triunfalmente-. Es una pieza auténtica de material impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco. ¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! Y también supo dónde pararse: las páginas están sin cortar, sin abrir. ¿Pero qué esperaban ustedes? ¿Qué querían?
Me arrebató el libro y lo devolvió corriendo a su estante, murmurando que si quitáramos un ladrillo toda la biblioteca podría venirse abajo.
-¿Quién les ha traído? -preguntó-. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.
Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.
-A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt –continuó-. La señora Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor me despejaba.
-¿Ha funcionado?
-Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…
-Nos lo ha dicho.
Le estrechamos la mano solemnemente y salimos.”

(F. Scott Fitzgerald, El Gran Gatsby)

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