Gustavo Faverón Patriu
Editorial Candaya, Avinyonet del
Penedés (Barcelona), 2015, 248 páginas.
Editorial Candaya es y ha sido desde sus
inicios garantía de buena literatura, de excelente narrativa sobre todo, que
acostumbra a transitar por los caminos más innovadores, prestando además una
especial atención a lo que se escribe en Latinoamérica. Una de sus últimas
muestras, esta novela de Gustavo Faverón Patriu (Lima, 1966). La primera
novela, el debut en la narrativa de ficción de un competente estudioso de la
literatura latinoamericana, un verdadero “letraherido” como ha sido definido.
Candaya reedita esta novela, publicada originariamente en Perú en 2010 y
traducida con éxito al inglés años más tarde.
El anticuario,
sin dejar de ser una pieza ficcional, hunde sus raíces en hechos reales que el mismo escritor
despejó en una entrevista, demostrando así una vez más que realidad y ficción
suelen superponerse, cuando la primera no supera claramente a la segunda.
Refiere Gustavo Faverón que la idea de darle forma escrita a El anticuario surgió después de conocer
que uno de sus amigos de la universidad había sido condenado por haber matado a
su novia, pero en vez de ser enviado a la cárcel, fue internado en una clínica
psiquiátrica. A pesar de que los amigos comunes fueron a visitarlo, él nunca se
atrevió hasta que un día el presunto homicida le llamó para que lo visitara.
Después de la conversación Faverón salió con la sensación de que era la misma
persona y que la amistad y el cariño entre ambos no se habían evaporado. Cuando
el amigo fue liberado. Rehízo su vida, pero acabó suicidándose debido a una
profunda depresión y por el sentimiento de culpa. Gustavo Faverón decidió
escribir un libro sobre aquella experiencia, al mismo tiempo que comenzaba otro
“sobre el Perú de los años 80 cuando se produjo el choque entre Sendero
Luminoso y el gobierno peruano”. En la trama de la primera novela, un hombre
encerrado en una clínica psiquiátrica, reunía a los otros pacientes, personas
que habían perdido la razón a raíz de los hecho traumáticos provocados por la
guerra. Fue así, declara el escritor, cuando los dos protagonistas comenzaron a
confundirse y apareció El anticuario,
la novela que tematiza los límites de la amistad frente a la ética y la
relación de la violencia privada con la violencia pública en el Perú de
aquellos años.
La novela se inicia remontándose a la
prehistoria de la historia. Su relator, que lo hace en primera persona, es
Gustavo, un claro alter ego del escritor. Daniel, su amigo, lector febril e
impertérrito, mata a su novia de treinta y seis cuchilladas. El juez le declara
demente; su madre hace valer el peso de su dinero y consigue que encierren al
hijo en una clínica psiquiátrica. Daniel invita un día a Gustavo a almorzar en
la clínica donde está recluido. Y a partir de la primera conversación, multitud
de adivinanzas y de silencios. Para llenarlos de sentido, Gustavo tendrá que
convertirse en detective, e indagar y zambullirse en el pozo de la memoria ajena,
porque quiere ayudar a su amigo Daniel que le promete que le va a contar
multitud de historias. Historias de un hombre enclaustrado en mundos separados
de la realidad y que no es capaz de concebir la vida desde otra óptica que no
sea la de los libros.
Historias alucinadas que no son más que
indicios que Gustavo tendrá que ordenar, historias que llenan sus visitas;
metáforas, como se ha escrito, de una viaje hacia la maldad de la condición
humana. De ahí que el mal sea una de las espinas dorsales de la novela. Otro de
sus ejes es la infinita capacidad de Daniel, el anticuario, para contar
historias. Historias que cuenta ante sus compañeros, alelados orates, “sombras
extraídas entre las sombras”. Cataratas de historias que ya contaba antes de su
reclusión: incluso en los prostíbulos se abandonaba a la vieja rutina de contar
historias. Y ese es uno de los puntos nucleares de la novela: una invención de
relatos, a través de los cuales una sociedad es capaz de reconocerse a sí misma.
La novela avanza y se interna en dos vías
opuestas, mas el narrador hacen que caminen de forma paralela: como indagación
y cuento de terror, un juego detectivesco con historias tremebundas, como la de
la mafia
de traficantes
de cuerpos, y a la vez la de la violencia ejercida por el ejército peruano
enfrentado a Sendero Luminoso que genera así mismo historias terribles y
alucinantes.
El protagonista relator escucha estas
historias tan intrigantes como perturbadoras, como relatos en clave, piezas de
un puzle que deberá componer para llegar
a entender el comportamiento de su amigo, las causas del crimen y las formas de
violencia que atenazan a la sociedad.
Novela que soporta varias lecturas. Cada
lector tendrá seguramente la suya. Pero nunca pierde su tonalidad delirante,
provocada tanto por el clima de horror, presente como guía maligna de casi
todos los relatos de Daniel en los que parece que quiere exorcizar sus culpas,
como por la versión de la ciudad (Lima) donde se desarrollan los hechos y las
historias. Una ciudad bañada por atmósferas asfixiantes y a veces macabras y en
la que revientan los ambientes oscuros, depresivos y una no disimulada
paranoia. También por la misma construcción lingüística de la propia novela:
una prosa a la vez exuberante y funcional, en la que conviven varios registros
lingüísticos, hilvanados todos ellos con un español sumamente elaborado, casi
esmerilado, deliberadamente artificioso, riguroso, capaz de introducirnos en
las zonas más tenebrosas de la condición humana. Y en la que los localismos del
español de Latinoamérica, resaltan la lozanía y la expresividad del vehículo
lingüístico.
En definitiva, una novela enormemente
ambiciosa, en la que alientan no pocos momentos estelares de la narrativa
latinoamericana y del más clásico y genuino género negro, con los que el relato
de Faverón establece un fructífero diálogo, amalgamando thriller con
metaliteratura; con un desarrollo complejo y laberíntico que reclama una
lectura alegórica y que demanda lectores exigentes, capaces de adentrarse en
historias que van mucho más allá de los relatos lineales y de las soluciones en
las que prima la lógica.
Francisco
Martínez Bouzas
Gustavo Faveron Patriu |
Fragmentos
“Me
convertí en el sumo sacerdote de los opas, con un séquito de ángeles chiflados
que escuchaban mis prédicas absorto o quizás indiferente; daba lo mismo; de
alguna manera sentí que a través de ellos se iba restableciendo mi vínculo con
el mundo. Y también ellos, los demás, había aceptado cerrar ese círculo
alrededor de él, ocupar cada cual un sitio igual al resto, pero diferente al de
Daniel, y en sus reuniones, en el centro del pabellón, esa colección de hombres
y mujeres amorfos, que hablaban lenguas que nadie más hablaba en la tierra,
había encontrado una armonía estable pero real.”
…..
“Pastor
asumió como una misión personal llevar a Daniel a bares de solteros, pubs y
clubes nocturnos, y cuando iban a alguno, mientras más grotesco fuera -cuántas
veces me lo habrá contado Pastor, dijo Yanaúma- Daniel exageraba aun más esa
actitud de severidad intelectual que se adueña de él cada vez que algo le pone
nervioso. Tú sabes a qué me refiero: entraba en lugares que olían a perfume
barato, licor y desinfectante afectando la misma gravedad con que hubiera
ingresado en una biblioteca catedralicia, y miraba a las mujeres de la barra, a
las mujeres que bailaban en la pista, o arrumadas en torno a una columna, a las
mujeres que caracoleaban distraídas en cualquier esquina, con las piernas
enrolladas en las piernas de las demás, mirándose al espejo (…) y se sentaba en
un sofá de terciopelo sintético, con la mirada roja por el sopor caliente de las
lámparas y los tachos de luz vaporosa, a esperar que alguna de ellas se
aproximara, y entonces les buscaba una charla impracticable, en una lengua que
a ellas les sonaba ridícula, y cuando se animaba a tocarlas, lo hacía posando
un dedo sobre la garganta de la chica, y bajándolo desde allí rápidamente, como
cortándola en dos, o como si, con ese dedo estirado, recorriera el índice de
una enciclopedia.”
…..
“Esa
tarde, dijo la chica, siguió recitando Yanaúma, el oficial mató a mi padre de
un solo cuchillazo en la garganta, y luego los soldados hicieron lo mismo con
todos los hombres del pueblo, incluso los más chicos, entre ellos mi hermano y
el niño del perro. A las mujeres las dejaron aullar de dolor un rato y luego
las forzaron a cavar una zanja honda a doscientos metros del pueblo, arrojaron
allí los muertos y después abalearon a las viudas, a las hijas, a las nietas, y las tiraron
sobre los demás cuerpos. Mi madre fue la última, me tuvieron que arranchar de
sus manos: la vi tirada en la fosa con un hueco en la frente. A mí y a una niña
más nos dejaron vivir, no sé por qué. Quisieron violarnos pero éramos muy
chiquitas y se les hizo difícil entrar en nuestros cuerpos, que irisaron de
moretones, rasguños, mordidas, cortes de cuchillo, y marcas afiladas de dedos y
garras hambrientas. Cuando se fueron, horas más tarde, jalando una reata de
cabras y cargando seis gallinas bajo el brazo, no discutieron si llevarnos con
ellos o matarnos a nosotras también: simplemente se fueron.”
(Gustavo Faverón Patriu, El anticuario, páginas 45-46, 156-157, 165)