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sábado, 10 de enero de 2015

"DESPUÉS DEL INVIERNO": NARRATIVA RUTILANTE Y PODEROSA



Después del invierno

Guadalupe Nettel

Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 268 páginas



   Después del invierno, concede su autora, Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), es una novela de rapiña, porque este libro arranca, como todos los suyos, de historias reales y, a partir de ellas, se exploran otras posibilidades y se constata especialmente cómo las cosas pueden ir a peor. Una novela tejida en buena parte con hilos ajenos, con fragmentos de vidas de otras personas, con pedazos de historias vividas o contadas por los amigos de la escritora. Trenzada sobre todo con obsesiones, con fascinaciones que a veces ella misma comparte: la afición y el apego por los cementerios. Mas al margen de los orígenes de su escritura, es preciso dejar constancia de que Guadalupe Nettel obtuvo con esta novela el prestigioso Premio Herralde de Novela, 2014 -quinto escritor mexicano en obtenerlo- y forma parte de esa fértil eclosión de narradores que, generación tras generación, tiene lugar en México. Y lo hizo con una gran novela, rutilante, poderosa,  a pesar del desasosiego que puede producir la lectura de su trama. Uno de esos textos enramados de ficción y realidad que aparecen de vez en cuando y son capaces de reconciliarnos con la literatura. Y de paso nos conmocionan, ponen ante nuestros ojos, de forma a veces vitriólica y estremecedora, otras, sumamente tierna o incluso humorística las punzantes brechas que acechan a los seres humanos en la posmodernidad.

   En menos de media línea Guadalupe Nettel describe su obra: encuentro chocante entre dos neuróticos. Efectivamente, también eso es Después del invierno, pero también mucho más y quizás sea preciso recurrir a las palabras de Julio Ramón Ribeyro, un ilustre compatriota  de César Vallejo, a su vez ilustre habitante de uno de los cementerios parisinos: “Seres imperfectos viviendo en un mundo imperfecto, estamos condenados a encontrar solo migajas de felicidad”. Son, en efecto, esas migajas de felicidad las que guían y con frecuencia destrozan las existencias de los dos seres que sienten pasión por los cementerios y que, sumidos en infinitas carencias, sostienen con sus voces narradoras la trabe de oro de este novela. Son Claudio y Cecilia. Dos seres con vidas solitarias. Sobre ellos, sobre sus personalidades neuróticas, psicóticas, solitarias y obsesivas  recae el gran peso de la novela. Él, Claudio, una suma de muchos hombres misóginos, fatuos, machistas. Cubano que comienza  a odiar a los cinco años y que ahora vive encapsulado en su apartamento neoyorquino, presa de sus rutinas sobre las que descansa su existencia, que no acepta que nadie se inmiscuya en su vida, ni siquiera su amante, quince años mayor, y que le atrae por su inquebrantable tranquilidad dopada. Ella, Cecilia, mexicana, estudiante de tesis en París, economía precaria, víctima de múltiples complejos y carencias, encerrada así misma en un miserable apartamento, situado -ese es su atractivo- al lado del cementerio Père-Lachaise. Cecilia vive agobiada por el sinsentido de su propia vida, atada a la enfermedad de su novio y  en algún momento de la narración termina vegetando como un paria, sumergida en la soledad de un despojamiento absoluto que nos hace recordar al austeriano Marc Stanley Fog de El Palacio de la Luna, que vivía como un animal en una cueva de Central Park.

   Guadalupe Nettel dota de voz a ambos protagonistas para que nos cuenten sus vidas y sus interacciones con otros personajes, sin duda secundarios, pero excelentemente moldeados: Ruth, Tom, Susana, Haydée…A borbotones, a veces difíciles de digerir, vamos conociendo sus neuróticas extravagancias, sus insatisfacciones, la pasión por los espacios y ciudades en los que viven, sus amores, plenos o insatisfechos, con despojos de deseos, sus prácticas sexuales, violentas las de él para liberarse de la cobardía del desamor, o una página en blanco las de ella, una neófita  del sexo. Y sobre todo, sus experiencias de extrema soledad, de dolor, de pérdida, de luto, el recuerdo de aquella primera novia que eligió el suicidio.

En sus vidas hay de todo. Infancias difíciles, estigmas de abandono materno, huellas de un episodio homosexual en la Cuba castrista;  el París huraño, que no es luz, sino lluvia helada, frío invierno, apatía de sus moradores; telarañas emotivas que disfrazan el desamor a la vez que atrapan a un personaje que actúa como un robot.

   Hasta que la novelista hace que sus destinos se entrecrucen, de forma puramente aleatoria y que surja la pasión, acompañada por la fascinación por los cementerios. Y la huida a tiempo de una historia destructiva. Y, a partir de de ahí, el miedo a haber perdido la cordura y la vinculación salvadora con los demás, desde la experiencia del dolor.

  
Guadalupe Nettel
Novela sobre el extrañamiento, sobre la muerte, o mejor dicho, sobre sus cercanías; sobre las fragilidades, la condición pusilánime y la tullidez emocional. Pero también sobre el amor, sobre el amor como trampa, con declaraciones líricas citando a César Vallejo, pero también sobre el amor verdadero (¿o enfermizo?), capaz de darlo todo, de querer acompañar al ser amado en su dramático camino hacia la muerte y morir con él. En cualquier caso, experiencias amorosas ajenas a cualquier cursilería.

   Novela así mismo sobre miserias y mezquindades. Sobre la desazón de los grandes espacios urbanos como París, una ciudad propicia a los suicidios, donde siempre es invierno -una buena metáfora de esta pieza narrativa-, un invierno desabrido, capaz de encapsular a las personas, porque también ellas, desde su soledad y desde sus neuróticas fijaciones, han embotellado a París, convirtiendo a la gran urbe en una miniatura gris, imposible de disfrutar (página 143).

   Después del invierno no es una novela siniestra, pero muchas de sus páginas nos producen escalofríos, nos estremecen y al mismo tiempo nos estimulan, porque al final se apuesta por la vida y las personas recuperan el respeto por si mismas. Escritura desnuda, sin efectivismos, sobriedad narrativa que acrecienta el efecto sobrecogedor de una trama que hace aflorar lo que somos y lo que tenemos, capaz de hacer germinar, pese a sus pinceladas de humor, una solidariedad incondicional con al congoja insondable que entraña la condición humana.

   Una edición que sortea el criterio de traducibilidad al español de España, respetando los localismos latinoamericanos, es un plus que enriquece, en mi opinión, un libro escrito con gran vitalidad narrativa.



Francisco Martínez Bouzas



                                                     
Cementerio Père-Lachaise (París)

Fragmentos



“Templé con Ruth por primera vez en la cocina de su departamento. Se había parado de puntas para buscar no sé qué especia en la alacena. Levanté su falda de seda y le hice el amor como nadie en su vida, ya que nunca antes había estado con un latino, mucho menos con uno de estos hombres que sólo se producen en la isla donde yo nací. A sus cincuenta y tantos años, Ruth grita como una felina cuando mi pinga le golpea los ovarios. Terminamos en su cama entre unas sábanas color durazno y dormimos juntos esa noche. Por la mañana, me fui sin hacer ruido y llegué al trabajo oliendo a alcohol y a desvelo. Ninguno de mis compañeros hizo un solo comentario. Me conocen de sobra como para saber que no soporto las indiscreciones.”



…..



“Los cementerios de París están localizados en sus cuatro extremos: Montmarte en el norte, Père-Lachaise al este, Passy al oeste y Montparnasse en el sur. Mientras volvíamos a pie hacia Bastille, Claudio me contó que, antes de que se construyeran, el principal camposanto de la ciudad estaba en el centro, junto al mercado de Les Halles, exactamente donde ahora se encuentra la Place Joachim-du-Bellay. Fue clausurado a fines del siglo XVIII después de una epidemia terrible, originada por el manejo inapropiado de los cuerpos. Desde entonces se prohibió enterrar a los muertos dentro de la ciudad. «¡Cuántos cadáveres hay debajo del suelo que pisamos todos los días!», recuerdo que pensé. Por si fuera poco esta la red de catacumbas romanas que se extiende en el subterráneo de la ciudad y aloja a su vez una gran cantidad de huesos. Concluí que vivir en parís, dondequiera que uno esté, es vivir sobre la sepultura de alguien. La ciudad es un inmenso cementerio. Si las teorías espiritistas eran ciertas –y cada vez estoy más convencida de ellas-, todos debíamos de haber sido poseídos, por lo menos alguna vez, por un alma en pena.”



…..



“A pesar de mis esfuerzos, nunca escuché las voces que Tom me había prometido. En cambio escuche las de una multitud de seres condenados a vivir solo, añorando a alguien que había pasado al otro mundo. Conocí a decenas de estos seres y a otros semejantes. Conocí a Eleanor Rigby y al padre McKenzie, a gente enferma que esperaba la fecha de su muerte como los prisioneros aguardan el final de una condena y que, como Tom, habían comprado anticipadamente el nicho donde habrían de ser depositadas sus cenizas. Conocí a personas sin esperanza con quienes mantenía largas conversaciones que olvidaba a los pocos minutos, no por su intranscendencia sino por el estado catatónico en el que me encontraba. Incluso presencié el entierro de uno de ellos. En cuanto el cementerio cerraba sus puertas, volvía a mi casa para desplomarme, sobre unas sábanas que nunca lavaba. Ya no me hacía falta la radio. Por las mañanas salía a comprar pan o alimento pero siempre acababa volviendo al Père-Lachaise como si se tratara de un polo magnético alrededor del cual gravitaba mi existencia. Después empecé a interesarme por las historias de aquellos que caminaban entre las tumbas como lo hacía yo misma, pero sobre todo por los difuntos y sus biografías. Me di cuenta de que bastaba con acercarse a la sepultura donde alguien se hubiera detenido, para entablar una conversación acerca del finado.”



(Guadalupe Nettel, Después del invierno, páginas 28-29, 158, 259)

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