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lunes, 1 de julio de 2013

LA CIUDAD QUE NOS ACOMPAÑA SIEMPRE



La misma ciudad

Luigé Martín

Editorial Anagrama, Barcelona, 2013, 131 páginas.





   Transcurridos cerca ya de doce años desde el 11 de septiembre de 2001, esa literatura inevitable que provocan siempre los grandes acontecimientos apocalípticos, ya se puede decir que llegó y lo ha hecho con las alforjas llenas. Historias patrióticas, de vivencias de la catástrofe, dramas familiares, surgidos al reclamo irresistible del ataque y derribo de las Torres Gemelas, se han ido sucediendo y llenando el mercado a lo largo de estos últimos años. O simplemente desencadenando ficciones que se encaminan por otras sendas, pero que tienen su punto de arranque en el 11-S. Como acontece con esta novela breve de Luis García Martín, Luisgé Martín desde que alcanzó el éxito. La misma ciudad, un título ordinario, que nada dice a primera vista, pero que comienza a decirlo desde la primera página cuando los versos epigráficos de Horacio (“Aquellos que cruzan el mar cambian de ciudad, pero no de alma”) inauguran este pequeño volumen. A lo largo del recorrido por sus páginas, el lector se va sumergiendo en los avatares de esa segunda oportunidad que aprovecha el protagonista para vivir otra vida. Los versos de Cavafis que hallamos cuando ya la novela ha consumido sus tres cuartas partes (“No existen para ti otras tierras, otros mares. / Esta ciudad irá donde tu vayas”, página 77), nos confirma en la idea de la imposibilidad de cambiar de identidad y de desterrar para siempre el sentido y el giro de nuestra vida y desviar nuestro destino.

   Todo comienza con la llamada crisis andrógina de los cuarenta y el 10 de septiembre del 2001. Ese día Brandon Moy, el protagonista de la ficción, cuya vida goza de un transcurso tan plácido como insustancial, sin emociones y con rutinas confortables (un buen trabajo, un hijo, una buena mujer a la que ama…) se encuentra con un antiguo compañero que le relata su vida, por el contrario, repleta de emociones: droga, bellas mujeres, incontables experiencias y el mundo por montera. Moy se siente humillado porque en su existencia rutinaria hay pocas vibraciones y menos mujeres. Y ya ha cumplido los cuarenta. Al día siguiente llega tarde al trabajo y eso le salva la vida porque un avión se ha estrellado contra el edificio del World Trade Center. Él no falleció por supuesto, pero se consideró oficialmente muerto como sus veintiséis compañeros del despacho de abogados en el que trabajaba. Su vida cambió radicalmente en esas horas. Un factor aleatorio, una limitación tecnológica (el hecho de no poder llamara sus esposa porque las líneas estaban colapsadas) va a determinar el resto de su vida. Una nueva vida basada sobre una muerte fingida, con un único norte: convertir su nueva existencia e una aventura.

   Y, en efecto, en el frío y soledad de la primera noche, sin familia, sin amigos, creyó encontrar la esencia de sus nuevo rumbo vital, que tiene su punto de partida en Boston y se extenderá por medio mundo, llevando a la cama a incontables mujeres, estafándolas, embriagándose en remolinos eróticos, sin que estén ausentes las drogas y tampoco la literatura. Hasta que un día se encuentra con el poema de Cavafis, “La ciudad”,  que le descuartiza el corazón y al que interpreta como una profecía sobre sí mismo: sus viajes a través de los ilusos sueños, por una topografía a veces tenebrosa, no le han enriquecido existencialmente. La ciudad, la vida que hemos fraguado a los largo de los años nos acompaña siempre. Nuestra existencia podrá ser un constante viajar, pero siempre dentro de la misma ciudad: nosotros mismo.

   Novela, pues, sobre la búsqueda de la identidad, sobre la imposibilidad de escapar a la insatisfacción vital que nos asolará de igual manera en una existencia repleta de frenesí hedonista como en otra más convencional. En ambos casos, la huída es una vana ilusión.

   Novela breve, pero preñada de sustancia que el autor presenta como una ficción encajada  en su propia experiencia. Es Luigé Martín el narrador, sin que se sirva de ningún alter ego. Él reproducirá, a veces en primera persona, otras en tercera, esta muerte fingida y la huída al filo del cuchillo del protagonista al que dice haber conocido en un congreso de escritores en Cuernavaca en el año 2008. Un artificio no demasiado convincente, aunque intranscendente en el desarrollo de la trama, tan cruda como subyugante, comenzando por la pavorosa fotografía de Richard Drew que le sirve de portada al libro.



Francisco Martínez Bouzas








Luigé Martín

Fragmentos



“Ese fue el jeroglífico o el sofisma que Brandon Moy concibió aquella mañana para justificar sus actos: si le hubiera anunciado algún día a su esposa que se marchaba de su lado para viajar por América o por el sur de la India, como habían planeado hacer juntos muchos años antes, ella le guardaría  rencor durante el resto de su vida, pero si se iba ahora de Nueva York sin decir nada, caminando en silencio entre aquel paisaje de hecatombe, Adriana le guardaría duelo y sentiría hacía él gratitud eterna. Si se marchaba entre las llamas, su hijo no crecería pensando que su padre era un inconstante y un renegado, sino un héroe (…) Esa cábala grotesca es la que avivó a Moy a tomar la decisión de abandonar la ciudad y marcharse lejos.”



…..



“Todos aquellos sueños que había cumplido como si fueran parte de una ceremonia -los delirios del peyote, la promiscuidad, los viajes en globo, las hazañas marinas- nunca acababan de saciarle porque en realidad no sentía por ellos fascinación o gusto, sino desagrado. Los perseguía porque siempre había creído que a través de ellos llegaría a conocer la sustancia del mundo. Desde que era un niño había oído decir que la entraña verdadera de la vida estaba en el peligro, en el exceso, en el quebrantamiento o en la extravagancia. En la mudanza perpetua. Quienes iban a una oficina cada día, eran fieles a su esposa, veían la televisión por las noches y veraneaban siempre en el mismo lugar, reposadamente, eran seres oscuros e inexistentes. Espectros que no dejan ninguna huella en lo que tocan. Ésa era la ley, el mandamiento: había que buscar la temeridad, pues el orden y la quietud sólo conducen a la muerte.”



(Luigé Martín, La misma ciudad, páginas 37-35, 123)

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