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viernes, 24 de febrero de 2012

"LOS NOMBRES", UN THRILLER PSICOLÓGICO EN EL MEDIO ORIENTE

Los nombres
Don DeLillo
Traducción de Gian Castelli Gair
Editorial Seix Barral, Barcelona 2011, 444 páginas.


El autor de Los nombres, Don DeLillo está considerado junto con Thomas Pynchon, Philip Roth, S. L. Doctorow y Cormac MacCarthy el quinteto de novelistas por excelencia entre los narradores norteamericanos. Nacido en el Bronx en 1936, en el seno de una familia de emigrantes italianos, Don DeLillo se formó con los jesuitas  en Fordham University. A los 18 años inició su andadura literaria. Los nombres no es la mejor novela de Don DeLillo, como se escribió en 1982, pero si la que le hizo llegar al gran público, antesala de Ruido de fondo (1985), Libra (1988), Mao II (1991), Submundo (1997) o Cosmópolis (2003)… que le supusieron el reconocimiento como gran narrador, autor de obras maestras. Johon Banville y Matin Amis catalogan su obra en el ámbito de la poesía, de la “poesía paranoica”, esto último debido a las obsesiones que inquietan a Don DeLillo con relación al papel de EE.UU. en el mundo y a su condición tanto de gendarme como de chivo expiatorio. Esa paranoia afecta en gran medida a muchos de los personajes de Don DeLillo: están  en distintos lugares del planeta como norteamericanos, como ciudadanos de una nación que es el líder imperialista mundial y consideran que es su deber influir  a favor de este liderazgo. Por lo tanto, la inocencia no configura sus conciencias.
Los nombres, recuperada hace unos meses por Seix Barral en su colección emblemática, “Biblioteca Formentor”, es una novela reveladora y plagada de ramificaciones y de simbolismo en el más puro estilo DeLillo. Escrita a finales de los 70, es un texto enmarcado en el contexto de la guerra fría. Por eso por sus páginas se mueven personajes expatriados que asumen tareas clandestinas y con una cierta monomanía marcando sus rumbos vitales. Reducida a una breve y elemental sinopsis, Los nombres nos acerca a la figura  de James Axton, un americano que como analista de riesgos ha sido enviado a Grecia por una empresa multinacional tras la cual se enmascara la CIA. Desde allí recorre el Oriente Medio, redactando informes acerca de los conflictos políticos y económicos de la región, en un momento en el que ha explotado la Revolución islámica en Irán, menudean los secuestros terroristas y el petróleo se ha convertido en arma hostil. Durante una visita a la Isla de Kouros, donde viven su ex-mujer y su hijo, se entera de un misterioso delito ritual: un viejo solitario y tullido aparece asesinado a martillazos. Owen Brademas, director de las excavaciones arqueológicas donde trabaja Kathryn, la ex-mujer, piensa que el delito pudo haber sido cometido por una secta de adeptos, practicantes de sacrificios humanos y obsesionados por el conocimiento del lenguaje, de los nombres y de los caracteres alfabéticos.
En otros lugares, geográficamente distantes, tienen lugar asesinatos con características similares y con el mismo modus operandi. Todo ello empuja al protagonista a buscar una explicación y esa investigación le lleva hasta las fronteras del lenguaje, en un puzzle cuya solución se encuentra en las palabras.
Los nombres está narrada  en primera persona y aparentemente se apropia de la forma de la novela policial. No obstante, la pesquisa detectivesca en esta novela es solamente un pretexto. DeLillo presta mayor atención a la presencia simbólica de Grecia y, sobre todo, efectúa una penetrante reflexión sobre el lenguaje que obliga al lector a un constante ejercicio hermenéutico.
Algún crítico ha citado a Los nombres como un ejemplo paradigmático de la narrativa posmoderna americana, porque DeLillo emplea el esquema de la novela negra  y sus ingredientes canónicos (asesinatos, sectas, conspiraciones, sexo, alcohol, espías…) para especular  sobre el lenguaje como horizonte de la escritura. Si Michel Foucault afirmaba que, separado de la representación, el lenguaje solamente existe en forma dispersa, DeLillo piensa que aquello que llevamos al templo como ofrenda no son plegarias o cantos angelicales, sino lenguaje. Con este lenguaje sobrevivimos en una realidad sumergida entre los fragmentos de un mundo posmoderno. El oscuro potencial del lenguaje, persiguiendo las huellas de unos misteriosos asesinatos rituales, conduce al lector precisamente hasta las raíces de la misma lengua. A la dispersión foucaultina del lenguaje, opone DeLillo una constante reelaboración de los propios gestos.
La novela asume además la problemática del papel de Norteamérica en el mundo a la que aludí al principio. EE.UU, como mito viviente de nuestro tiempo y la CIA como mito de Norteamérica. La novela capta perfectamente la tirantez entre la verdad que sin duda late en muchas de las críticas al país del autor, a su omnímodo y nada inocente liderazgo y el hecho de que Norteamérica sea así mismo el gran chivo expiatorio ante todos los males del resto del mundo.
La escritura de Los nombres es sumamente densa y compleja. La mirada del escritor salta del diálogo a la descripción de un paisaje o de los gestos de una persona. Una mirada que crea conexiones, se interroga sobre si misma como mirada, como lenguaje e incluso como mirada americana.
Libro pues que demanda una lectura pausada, reflexiva, subrayando y anotando y que en nada se asemeja a la celeridad de la narrativa detectivesca. Por lo tanto, a la hora de abordar Los nombres podemos hablar de thriller, pero thriller psicológico que refleja, sobre todo, la condición fragmentaría del mundo de los últimos decenios y eso a pesar de la globalización.

Francisco Martínez Bouzas



Don DeLillo


Fragmentos

“Norteamérica es el mito vivo de este mundo. No existe sentido alguno de culpa cuando matas a un norteamericano o cuando echas la culpa a Norteamérica de quién sabe qué calamidad local. En esto consiste nuestra función, en ser tipos característicos, en encarnar cuestiones recurrentes que la gente pueda utilizar para reconfortarse a si misma, para justificarse etcétera. Estamos aquí para complacer. Sea lo que sea que la gente necesite, nosotros se lo suministramos. Un mito es algo sumamente útil. La gente espera de nosotros que absorbamos el impacto de sus propios agravios. Resulta interesante. Cada vez que hablo con un hombre de negocios de Oriente Medio que demuestra afecto y respeto por Estados Unidos, presumo automáticamente que se trata de un estúpido o de un embustero. El sentimiento de agravio nos afecta a todos de un modo u otro”.
…..
“- Se lo estaba diciendo a Ann. No hacen más que cambiar los nombres.
-¿Qué nombres?
- Los nombres con lo que hemos crecido. Los países, las imágenes. Persia sn ir más lejos. Todos crecimos con Persia. Qué imagen tan vasta nos evocaba aquel nombre. Una inmensa alfombra de arena, un millar de mezquitas de color turquesa. Una inmensidad. Una gloria cruel que se remontaba a lo largo de los siglos. Todos los nombres. Una docena, o más, y ahora Rhodesia, claro está. Rhodesia decía algo. Mejor o peor, pero era un nombre que decía algo. ¿Qué nos ofrecen en su lugar? Arrogancia lingüística, le sugerí. Me dijo que era un comediante. Ella carece de memoria personal de Persia como nombre. Pero también es cierto que es más joven, ¿no crees?”.
…..
“El mundo se ha convertido en algo autorreferente. Lo sabes. Es algo que ha empapado la propia textura del mundo. Durante miles de años, el mundo representaba nuestra forma de escape, nuestro refugio. Los hombres se escondían de si mismo en el mundo. Nos ocultábamos de Dios o de la muerte. El mundo era donde vivíamos, y nuestro propio yo era donde enloquecíamos y moríamos. Pero ahora el mundo ha adquirido un yo propio. ¿Por qué? ¿Cómo? Eso es algo que da lo mismo. ¿Qué ocurre con nosotros ahora que el mundo tiene un yo? ¿Cómo nos las arreglamos para decir la cosa más simple sin caer en una trampa ¿Adónde vamos, cómo vivimos, a quien creemos? Esa es mi imagen, la de un mundo autorreferente, un mundo del que no existe vía posible de escape”

(Don DeLillo, Los nombres, páginas 155-156, 315, 390-391)


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