Una novela francesa
Frédéric Beigbeder
Tradución de Francesc Rovira
Editorial Anagrama, 2011, 213 páginas.
Comparte impacto mediático y aura de escritor “maldito” e irreverente con su prologuista, Michel Houellebecq que define este libro con una sola palabra: honestidad. Otros han dicho de él que es un bocazas, un tipo estúpido, pedante, hijo de papá, impertinente, engreído, deseoso de ser siempre el ombligo, el protagonista, cínico, irónico. Ni él mismo se muerde la lengua y en esta misma novela se autocalifica como “pijo reprimido” y “misógino rencoroso”. Es Frédéric Beigbeder y me atrevería a decir que despierta tantas o más filias y fobias que Houellebecq, quien, por cierto, hace del “ilustre Frédéric Beigbeder” un personaje muy desmedrado y bastante canalla de El mapa y el territorio. Una novela francesa es su título más reciente y ha sido traducida al español, como su obra anterior, por Anagrama.
Leo Una novela francesa con una cierta perplejidad lectora que me acompaña desde el prefacio y el prólogo hasta el epílogo final: la duda de no ser capaz de discernir si lo que escribe Beigbeder es en efecto un derroche de honestidad o una soberana forma de pretender epatarnos con frases talentosas, sonoras ocurrencias y esa forma, llevada a la máxima expresión, de autorreferencialidad, de autoficción, de novela autobiográfica, de incluirse a uno mismo no solo como personaje, sino como protagonista principal dentro de una novela.
Suscribo lo que afirma Beigbeder: su vida no es más interesante que la nuestra, pero tampoco lo es menos (página 206). Pero ¿es material necesario y suficiente para una novela? Viene a mi mente una afirmación de Gilles Deleuze en el único documental filmado que de él existe: La abominación de la literatura actual consiste en que todo el mundo cree que para escribir una novela basta con tener una abuela muerta de cáncer o un padre abusivo, cierta memoria. Porque, por no tener, Beigbeder no tiene ni siquiera memoria. Nos quiere contar, y de hecho nos cuenta su infancia y preadolescencia, pero no se cansa de repetirnos el ritornelo de que no se acuerda de nada, de que no tiene una arqueología, de que es un desierto. ¿Qué fuerza le empuja entonces a escribir, a reconstruir a tientas su infancia? Una detención que le hizo pasar cuarenta y ocho horas en el calabozo por consumir cocaína sobre el capot de un coche en la vía pública. “Me acababa de enterar de que a mi hermano lo nombraban caballero de la Legión de Honor cuando comenzó mi detención preventiva” (página 17). Y en el calabozo, como no tiene ni un libro ni un somnífero, empieza a escribir esta novela en su mente. El resultado es este libro, “una investigación sobre el tedio, el vacío, un viaje espeleológico al fondo de la normalidad burguesa, un reportaje sobre la banalidad francesa”(página 23).
Es suficiente la chuleta mnemotécnica en que se convierte el calabozo para que su infancia y su preadolescencia emerjan a la superficie. Y a partir de ahí una incesante letanía sobre el porqué no se acuerda o no se atreve a describir su infancia, cosa que por otro lado hace desde el capítulo 2, convirtiéndose en detective de si mismo, de su pasado, de la genealogía familiar que combina con los episodios de su detención.
Lo curioso es que Beigbeder logra que la mayoría de sus lectores empaticen con lo que escribe, usando materiales que inspiran nula simpatía, con posicionamientos políticamente incorrectos (no pierda el lector su comentario sobre la esclavitud del feminismo de la página 189 o la discriminación entre el adulterio masculino y el femenino, basándose en una cita de Shopenhauer) y sobre todo con el retrato que hace de si mismo: un pobre niño rico absolutamente pijo, infeliz por el divorcio de sus padres y ahora casi heroico superviviente de los calabozos de la prisión preventiva francesa.
Es posible que sea la disección que hace en caliente de su propio yo y de sus padres, sin camuflajes, desnudándose de verdad, aceptando el paso de los años, la preocupación por el porvenir de su hija y esa infancia indefensa, pero muy sensible en la que recibe lecciones de su abuelo. También su conversión en nómada acompañando los cambios de domicilio al compás de las mudanzas sentimentales de su madre. Quizás todo ello nos haga olvidar esta historia antipática, este personaje pedante y nos muestre otro sensible, humanizado, persuasivo, poseedor de una encomiable talento literario, capaz de convertir su infancia en una novela, en su particular cuento de hadas.
Francisco Martínez Bouzas
Francisco Martínez Bouzas
Frédéric Beigbeder |
Fragmentos
“-Usted no comprende los estragos que provoca esta mierda. Yo los veo cada día. La cocaína invade todas las provincias, todas las ciudades, todos los suburbio…¿Qué dirá cuando su propia hija consuma droga en la escuela?
Aquí me pilló; su pregunta me dejó de piedra. Reflexioné bien antes de responder. Probablemente era la primera y última vez que tendría una conversación filosófico-social con un poli que me hubiera detenido. Tenía que aprovecharlo.
-Si a los cuarenta y dos años desobedezco las leyes es porque no desobedecí lo bastante a mi madre cuando era joven. Tengo veinte años de desobediencia por recuperar. A mi hija le explico los peligros que la amenazan, pero nunca me enfado con un niño porque desobedezca, dado que así es como se afirma. Naturalmente riño a mi hija cuando tiene una rabieta, pero me inquietaría mucho más si no tuviera nunca ninguna. Voy a escribir un libro sobre mis orígenes. Puesto que me trata usted como a un niño, intentaré serlo para explicar a mi hija que el placer es algo muy serio, necesario pero peligroso. ¿No comprende usted que este asunto nos sobrepasa a los dos? Lo que está en cuestión es nuestra forma de vivir. En lugar de castigar a las víctimas, pregúnteles por qué hay tantos jóvenes desesperados, por qué se mueren de aburrimiento, por qué buscan cualquier sensación extrema antes que el siniestro destino del consumidor frustrado, del individuo normalizado, del zombi formateado, del parado programado”
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“Este argumento es utilizado a menudo por los hombres para justificar el adulterio masculino. Lo encontramos, por ejemplo, en Schopenhauer: «El adulterio de la mujer, a causa de sus consecuencias y por ser contrario a la Naturaleza, es mucho menos perdonable que el del hombre». Parece ser que este célebre argumento de El mundo como voluntad y representación no terminó de convencer a mi madre en 1972. Yo he intentado rescatarlo con ocasión de mis posteriores disgustos conyugales.
-Cariño, que yo te engañe es menos grave que si lo hicieras tú, puesto que soy un hombre. No lo digo yo: lo dice Arthur Schopenhauer”
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“El amor de nuestra madre era tan posesivo que se volvía doloroso. Era un amor que se disculpaba continuamente por amar. A veces era un amor deprimente, porque daba la impresión de compensar un vacío. Mi hermano y yo nos aprovechamos del fracaso sentimental de nuestra madre y de la esclavitud del feminismo (antes las mujeres criaban a sus hijos, ahora crían a sus hijos y ADEMAS tienen que trabajar)…Fui un niño sometido a un nuevo matriarcado, que idolatraba a su madre pero con una revancha pendiente con todas las mujeres. Mi infancia hizo de mi un ser sediento de cuerpos femeninos, presa de un misoginia rencorosa”
(Frédéric Beigbeder, Una novela francesa, páginas 77-78, 181, 189)