Natalia Ginzburg
Prólogo de Italo Calvino
Traducción de Andrés Barba
Acantilado, Barcelona, 2016, 110 páginas
Pocas veces se ha definido a una autora o
autor y a la heroína de una novela con la pujanza y vigor con que lo hizo Italo
Calvino en 1947, refiriéndose a Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1961) y a
su novela È sato cosí: “Natalia
Ginzburg es la última mujer sobre la faz de la tierra, el resto son hombres”
(página 7). Y añade que las desencantadas heroínas, las mujeres de este mundo,
lo único que han hecho, durante generaciones y generaciones, ha sido esperar y
sufrir. Esperar a que alguien las amara, se casara con ellas, las convirtiera
en madres, las traicionara. Y Natalia Ginzburg que fue una mujer fuerte,
confiesa, en una nota tan desgarradora como la trama de su ficción, que cuando
escribió esta novela, ahora traducida al español y editada por primera vez en
España por Acantilado, en el proceso de escritura de Y esto fue lo que pasó se sentía infeliz, no tenía ganas de pelear
ni de combatir, pero decide escribir esta historia terrible para aligerar su
infelicidad. Acababa de regresar a Turín, tras el asesinato de su marido por
los fascistas en 1944, encontró un disparo y decidió seguirle la pista hasta
dar con la oscuridad, la confusión y el enredo de la protagonista y autora del
mismo. Todo ello en una novela cuya historia no es bella, tal como le dicen
algunos conocidos, pero que es una gran novela contada por una narradora magistral.
Un relato primario que, a las pocas líneas,
nos obsequia con un tiro (“Le pegué un tiro entre los ojos”, página 15), un
conyugicidio que inicia la intriga, define la estrategia narrativa de la autora
y desde ella traza una cadena de analepsis, rememoraciones en las que la
protagonista cuenta toda la historia. Ese delito es la secuencia inicial pero
también la final. En el medio, una historia tan angustiosa y desesperada como
real, cotidiana y demoledora. En efecto, a ese íncipit letal, con el reconocimiento de la voladura de la cabeza
del marido, en un flash-back desgarrador, Natalia Ginzburg despliega una
historia de absoluta soledad de una mujer que cree poder superarla en un
matrimonio, el destino determinístico para tantas mujeres en los años cuarenta
del pasado siglo. Y ahora. Y que, en realidad, solamente las convierte en
esclavas, en un pasatiempo para diversión del varón (“Trataba inútilmente de
encontrar algo que contarle para que no se aburriera de mí”, página 45). O en
adictas de un sentido que equivocadamente
consideran básico: la maternidad.
Una narradora homodiegética que es al mismo
tiempo protagonista y cuyo nombre nunca conocemos -en realidad podría ser
cualquier mujer sujeta a los cánones de una sociedad patriarcal-, trabaja como humilde
maestra, vive en una tétrica pensión y sueña con el placer de pensar que un
hombre se ha enamorado de ella, especialmente cuando vislumbraba que se quedará
sola para siempre. Conoce a Alberto y llega a convencerse de que la ama; se
casa con él, no obstante escuchar de sus labios que llevaba muchos años
enamorado de otra mujer, a su vez casada y madre de un niño, con la que sigue
manteniendo una relación tormentosa. Pero se da por satisfecha con su
respuesta: se podían llevar bien juntos, hay matrimonios que funcionan así años
y años sin que realmente se quieran el uno al otro. Ni siquiera el nacimiento
de una hija mejora la situación: las “fugas” del marido se siguen produciendo
con insufrible frecuencia. La situación se precipita trágicamente cuando muere
la niña. Habrá una última reconciliación; siente momentáneamente la ternura del
marido infiel y empieza a enamorarse otra vez de él. Cuando, por primera vez sus
vidas parece que pueden reconstruirse, el anuncio de otro viaje hará que piense
en el revólver. El desenlace no es preciso desvelarlo, porque eso que todos
intuimos fue lo que pasó.
Relato ciertamente demoledor, cimentado en
una gran economía de elementos y en contados personajes, mas con una idea
central subyacente muy clara: creerse enamorada de una persona cuando todo se
reduce a una ofuscación y a una necesidad: la de enamorarse del deseo de estar
enamorada. La autora no disimula ni enmascara el desgarro, el desamor y la
tragedia, pero posee la acuidad de saber expresarlos con extremada sutileza.
Esa tonalidad impulsa al lector a identificarse con el personaje agónico, con
esa madre y esposa a la que una amiga le llama cornuda sin que le importe,
porque lo único en lo que piensa es en ser buena esposa, buena madre, buena
amante.
Natalia Ginzburg penetra con insólita
maestría en la vida interior de esa mujer, en sus miedos, en su aceptación de
experimentarse desterrada a un segundo plano, víctima de un amor desesperado
que la encierra en el pozo oscuro de su interior. Discierne igualmente con
sagacidad la dialéctica de los sentimientos, pasiones humanas y traiciones. Y
todo narrado con las palabras justas, un lenguaje crudo y desnudo, sin que nada
sobre, sin colores que hagan soñar con falsas esperanzas, sin el femenino
abandono a las sensaciones. Pero en su escritura participan con suma potencia
alma y cuerpo, tal como lo vio Italo Calvino.
Francisco
Martínez Bouzas
Natalia Ginzburg |
Fragmentos
“Yo
le dije:
-Dime
la verdad
Y
él me contestó:
-¿Qué
verdad?
Dibujó
algo a toda prisa en su cuaderno y me lo enseñó: un tren largo con una gran
nube de humo negro y él asomándose por la ventanilla y saludando con un
pañuelo.
Le
pegué un tiro entre los ojos.
Me
había dicho que preparara el termo para el viaje así que fui a la cocina,
preparé el té, le puse leche y azúcar y lo eché en el termo. Metí también el
vasito y luego regresé al estudio. Fue entonces cuando me enseñó el dibujo y yo
cogí el revólver que estaba en el cajón de su escritorio y le disparé. Le pegué
un tiro entre los ojos.
Desde
hacía tiempo pensaba que iba a acabar haciéndolo cualquier día.
Luego
me puse el impermeable y los guantes y salí de casa. Me tomé un café en el bar
y empecé a caminar sin rumbo por toda la ciudad. El día estaba fresco y había
una brisa suave que anticipaba lluvia. Me senté en uno de los bancos del parque
público, me quité los guantes y me miré las manos. Me quité el anillo y lo
guardé en el bolso.
Llevábamos
casados cuatro años. En una ocasión me dijo que quería dejarme, pero luego
murió nuestra hija y así fue como seguimos juntos. Quería que tuviéramos otro
hijo, decía que me iba a hacer mucho bien, y por eso durante la última época
acabamos haciendo mucho el amor. Al final nunca llegué a quedarme embarazada de
otro hijo.”
…..
“Un
día le dije que le amaba porque estaba cansada de llevar aquel secreto dentro
de mí y con frecuencia me sentía ahogada en aquella habitación de la pensión
con aquel secreto que me crecía por dentro. De nuevo tenía la sensación de que
me estaba volviendo idiota y de que ya
no tenía interés por nada ni por nadie. Quería saber si él también me amaba y
si nos íbamos a casar algún día. Sentía ese deseo como quien siente deseo de
comer y beber y luego pensé que las personas siempre sienten deseo de decir la
verdad aunque sea algo difícil y muchas veces requiera valor. (…)
Después
de decirle todas aquellas cosas me había dado la vuelta para dejar ver aquella
cara suya asustada y triste. Ya me había dado cuenta de que no me amaba. Me
puse a llorar. Él sacó su pañuelo y me secó las lágrimas. Estaba pálido y lleno
de miedo y me dijo que nunca se había dado cuenta de que me pudiera estar
pasando eso, que sentía por mí una gran simpatía y una gran amistad pero que no
me amaba. Me dijo que llevaba mucho tiempo enamorado de una mujer y que no
podía casarse con ella porque ya estaba casada, pero que igualmente creía que
no podría vivir con otra mujer.”
…..
“Acosté
a la niña. Francesca estaba en el salón y fumaba recostada sobre el diván.
Tenía un aire como si aquel salón hubiese sido su habitación durante toda la
vida. Se había quitado las ligas y las había dejado en el espaldar del sillón.
Tiró la ceniza sobre la alfombra. Me dijo:
-¿Sabes
que te está poniendo los cuernos?
-Sí,
lo sé -dije.
-¿Y
no te molesta?
-No.
Plántale
-dijo, vámonos de viaje.Ese hombre es un esperpento. ¿Qué te pasa?
-Le
quiero -dije- y tenemos a la niña.
-Pero
te pone los cuernos. Te pone alegremente los cuernos con otra. De cuando en cuando
me los encuentro. Tiene el culo como una coliflor y además no es nada guapa.
-Es
Giovanna -dije yo.
-Plántale
-respondió-, que te importa a ti
-La
has visto -dije- ¿cómo es?
-Mmmm
-dijo-, no sabe vestirse. Caminan juntos muy espacio, muy despacio. Les veo a menudo.
-¿Por
qué como una coliflor? -pregunté.
-Como
una coliflor -dijo- redondo. Lo mueve al caminar. ¿Y a ti qué diablo te importa?-
Se desnudó y se puso a caminar por el salón.”
(Natalia Ginzburg, Y eso fue lo que pasó, páginas 15-16, 32-33,
61-62