miércoles, 15 de agosto de 2018

UN NIÑO OBSERVA ELHORROR


El rey blanco
György Dragomán
Traducción de José Miguel González Trevejo
RBA Libros, Barcelona, 256 páginas.

   


   György Dragomán  (Târgu Mures, Transilvania, 1973)  nació y se educó, al igual que la Premio Nobel Herta Müller, en Rumanía, formando parte de una minoría represaliada por el régimen totalitario del “canducator” Ceausescu, antes de huir en su adolescencia con toda su familia a Hungría, cuyo idioma adoptó de una forma definitiva, hasta el punto de ser considerado en la actualidad un escritor húngaro. En el año 2002 debutó con su primera novela Genesis undone. Sin embargo, fue con su segunda pieza narrativa, A fehér király  (El rey blanco) con la que alcanzó un gran éxito tanto de público como de la crítica. Traducida a treinta idiomas, obtuvo también el prestigioso Premio Sandor Márai.
   Una obra de gran madurez, aunque pueda contener algún defecto, que narra el paso crucial desde la infancia a la adolescencia en el peor de los escenarios imaginables: un país totalitario que el lector de inmediato identificará con la Rumanía de los años 80, puesto que en la novela se menciona la construcción del Canal Danubio-Mar Negro -el Canal de la Muerte-, un proyecto megalómano del régimen de Ceausescu y en cuyas obras fueron obligados a trabajar más de veinte mil prisioneros desidentes comunistas, “enemigos del pueblo”. Uno de esos prisioneros es el padre del protagonista narrador, Djata, un niño de once años que se queda solo con su madre. El padre había sido detenido por los agentes de seguridad del régimen, con el engaño de que solamente estaría ausente seis meses para realizar un trabajo en un centro de investigación. Pero pasaron esos meses y los mismos agentes les comunican  a los familiares que el padre estaba arrestado, excavando en el Canal del Danubio, por haber conspirado contra el estado.
   Este niño, en el paso crucial de la infancia a la adolescencia, será testigo-observador del horror, en una lucha por la supervivencia. Narrada la novela desde el punto de vista del niño y sin ninguna concesión al lirismo, lo que presenciamos en las páginas de El rey blanco es un estremecedor retrato, tejido con gran riqueza de detalles, de la degradación de la vida de las personas en los universos totalitarios, porque incluso la gente común asume los roles de víctima y torturador.
   Desde la página inicial, el lector se da cuenta de que Dragomán lo sumerge en la estructura perversa de un estado totalitario y opresivo. En ese mundo, el niño protagonista y principal narrador en primera persona, intenta sobrevivir como puede, tanto de las crisis típicas de su edad como del túrbido desasosiego cotidiano que provocan las estructuras de poder y de la violencia de su entorno: una sociedad corrompida deshumanizada debido al largo período del régimen dictatorial.
   Desde la desaparición del padre, la vida se transforma en un verdadero infierno para el niño y su madre, la puta judía según el abuelo del niño, el camarada ex secretario del partido, que la acusa de tener la culpa de la desgracia familiar, ya que sigue obcecada en no reconocer el “maravilloso” país en el que tiene la suerte de vivir. Pero este país, como acabo de decir, es sinónimo del infierno: en él, el miedo y la violencia son algo cotidiano. Los niños tienen tanto terror por el simple hecho de ir a la escuela que intencionadamente buscan romper un tobillo, o fabrican bombas como si se tratase de juguetes. Entre los adultos, no rige ninguna ley, no existe el sentido de la piedad: el entrenador de futbol emplea una máquina con balón giratorio, capaz de reventar la cabeza de los adolescentes; los obliga a entrenarse en un césped  contaminado por la radioactividad de Chernobil que arrastran las nubes. No obstante, el autor huye de los planteamientos simplistas y maniqueos en los que el estado sería el victimario y los ciudadanos sus víctimas. En la ficción de Dragomán, el círculo vicioso de la violencia es universal, un mal transversal, muy semejante al poder en la concepción de Foucault.
   Esta cultura tensa aparece suavizada por el narrador en algunas ocasiones, sobre todo debido a la estrategia narrativa elegida. Por eso mismo, la madre no le cuenta al hijo los motivos reales de la desaparición del padre; el niño descubre el sexo en una sala de cine secreta; el amor en la piel de una compañera de curso; la épica en la vorágine de una batalla en una finca de maíz con los chicos de otro bando.
   Uno de los más reseñables méritos de la novela es el hecho de que el autor sabe evitar el sentimentalismo y la sensiblería melodramática, a pesar de la carga argumental que se prestaba a caer en tales defectos. Los esquiva porque escribe El rey blanco como si de una comedia se tratase, a veces brutal, otras grotesca, paródica y caricaturesca, con grandes dosis de humor. La poética de la aspereza tiñe la novela, compuesta por dieciocho capítulos o secuencias que funcionan como una sucesión de cuadros, aparentemente desconectados e independientes. No obstante, Dragomán tuvo la suficiente habilidad para hacer que el lector encuentre de inmediato el hilo conductor que les da unidad y permite verlas como fotogramas que retratan una vida.
   
                                            
György Dragomán
                 

 Considero así mismo que la estrategia narrativa y el estilo son los apropiados para hacer visibles de forma eficaz esta sucesión de cuadros. En los primeros capítulos prima un cierto realismo descriptivo, con un fiel y efectivo reflejo de los momentos de gran brutalidad y vileza. Pero, a medida que el relato avanza, la ficción cobra mayor protagonismo, y así podemos leer  capítulos como el titulado “África”, en los que se produce una verdadera explosión del imperio de la ficción. Un ejemplo modélico es la visita a la casa del “camarada” embajador un depredador de mujeres y animales en África, donde Djata se ve en la obligación de enfrentarse en una partida de ajedrez a un autómata que provoca horror, mientas el “camarada” abusador intenta violar a su madre que le había ido a pedir ayuda. Ni la madre dulcifica el sistema, ni el niño le gana a la máquina, pero le roba el rey blanco de marfil que se convertirá en su amuleto, lo que explica el título de la novela. Y pese a que los dos terminan malheridos, conservan la vida.
   Estilo discursivo con frases largas, escasa adjetivación, sintaxis muy elemental, redundancias. Pero todo eso enteramente coherente con la forma de hablar del narrador, un niño de apenas once años que habla tal como le corresponde a su edad: un lenguaje elemental, torpe y repetitivo. Si algún pero se le puede achacar a El rey blanco, este está en la construcción de los personajes, demasiado planos e incapaces de mostrarnos el desenvolvimiento de la personalidad de los protagonistas.

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