jueves, 1 de junio de 2017

LA FELICIDAD DEL MONSTRUO PEDERASTA



El monstruo pentápodo
Liliana Blum
Tusquets  Editores México, Ciudad de México, 2017, 237 páginas.

   No obstante su juventud, Liliana Blum (Durango, 1974), ha frecuentado con asiduidad  y éxito la narrativa, tanto en el formato corto con siete libros de cuentos de su autoría, varios de ellos recogidos en antologías, como en el de largo aliento. Es autora de la novela Pandora (2015) y de El monstruo  pentápodo, las dos editadas por Tusquets México. El título de esta última es un préstamo, tal como la autora señala en la frase epigráfica que inaugura la novela, de Lolita  de Vladimir Nabokov (“Yo era un monstruo pentápodo, pero te quería”) y con la que se describe  a uno de los más célebres pedófilos de la literatura, Humbert Humbert, si bien el protagonista de la novela de Liliana Blum, Raymundo Betancourt, supera con creces el sórdido enloquecimiento del obsesivo amante de la ninfa de doce años de Nabokov; y nos remite a la amplísima nómina de monstruos depredadores sexuales de la vida real. En ambas piezas ficcionales, Liliana Blum agasaja al lector con algo que forma parte de sus genes como escritora; deseos oscuros, decisiones que se fraguan entre dilemas, conflictos, porque sin eso no habría novela.
   El monstruo pentápodo es una pieza narrativa cuyo núcleo temático es la pedofilia y el secuestro. Pederastia por consiguiente. Pedofilia no en el interior de la familia -es la más frecuente-, sino llevada a cabo por un personaje ajeno al ambiente familiar, Raymundo Betancourt, aparentemente un hombre inofensivo, amable, un profesional responsable y solidario con el bienestar de su comunidad. Por afuera, la antítesis del monstruo, pero monstruo al fin y al cabo disfrazado con piel de cordero. Es un pederasta activo y, aunque se esfuerza en resistir a sus deseos e impulsos, ya ha cedido alguna vez con fatales consecuencias para su víctima.
   Ahora tiene la cigarra dormida, pero el acecho en un colegio de niñas en Durango le permite descubrir a Ella, una niña de cinco años. Y se encapricha: su cuerpo y su alma convergen en Ella mientras mastica chicles de canela. Pero esta vez no quiere cometer los errores que lo obligaron a matar a la niña Norma. Por eso prepara convenientemente el sótano de su casa, construye en él un pequeño cubículo adornado con motivos infantiles y enamora a Aimeé, vigilante de la Academia de natación, una enana de treinta y siete años que suspira porque una voz masculina le dirija la palabra. Ella será la herramienta imprescindible para el éxito de los planes de Raymundo. E Isidro, su perro, actuará como carnaza para atraer a Cinthia. Descubre que así se llama Ella.
   Su plan funciona a la perfección. Una vez secuestrada la niña, el pedófilo pederasta transforma sus días en noches pavorosas. Y el camaleón con capacidad para parecer un hombre normal vejará repetidamente a la niña que se agazapa contra la pared cada vez que Raymundo se introduce en el sótano. Todo concluirá con la crueldad más absoluta: sin que Cinthia se hubiera dado cuenta le había hecho firmar un contrato de esclavitud sexual, cuyos términos le hace repetir mientras la penetra con su pene y rompe el frágil cuerpo de una niña de apenas seis años. Un final inesperado y desgarrador clausura esta espeluznante novela de Liliana Blum que nos hiela la sangre, a la vez que nos impide dejar de leerla.
   La novela es un aterrador retrato, poblado por pocas figuras, de la maldad humana, del sapiens-demens que hace cientos de miles de años bajó de los árboles. La naturaleza humana es más oscura que la reflejada en la visión optimista que nos transmite cierta antropología. Es preciso ligar al hombre razonable (sapiens) con el hombre neurótico, erótico, úbrico, destructor (demens). Esta novela, la tradición literaria que la precede y los innumerables casos de niñas y de niños esclavizados sexualmente todos los días o simplemente violados en el ámbito familiar, en colegios o en centros religiosos, nos remite a aquel “O Ridicolissime héroe” de la definición pascaliana del ser humano. La ubris, la desmesura, la neurosis de la especie alcanzan un aterrador reflejo en las secuencias de esta novela.
   Sin embargo, el planteamiento diegético de Liliana Blum es sumamente sencillo: hilvana con maestría una historia y fuerza al lector a sacar sus conclusiones. Mas si algo le interesa a una de las grandes escritoras mexicanas de novela negra de nuestros días es transmitirnos las motivaciones, los deseos, las urgencias que desencadenan los mecanismos que impulsan  a los personajes a hacer lo que hacen. Y para ello es altamente eficaz su estrategia narrativa: en paralelo, la novela alterna secuencias con los diarios y cartas que Aimeé escribe desde la cárcel, con el relato en tercera persona de los hechos objetivos y los componentes subjetivos de los principales protagonistas.
   Se introduce con acuidad en la psicología depredadora del psicópata pedófilo con piel de ángel. Lo que hace feliz a Raymundo Betancourt no es la satisfacción puntual por haber poseído el objeto del deseo -la anulación de una tensión-, sino la seguridad de poder tenerlo siempre a su mano. Saber que en el momento que quiera, podrá poseer de nuevo a la infantil criatura. A eso se añade la ansiedad agridulce de saber que cada día podía ser descubierto.
   La enana Aimeé es un ser extremadamente vulnerable. Consciente de que su acondroplasia la arrinconará del amor y del deseo de un hombre normal, cae atrapada ante la primera palabra amable que le dirige Raymundo. Desde la cárcel, cuidando a la niña que ha tenido con él, rememora sus días de enamoramiento. Percibe que sólo fue una herramienta para los planes del depredador y confiesa que no pudo evitar unos espantosos celos cuando este se acercaba a Cinthia, pero le importaba más que “su novio” no la dejara que el horrible calvario que estaba soportando la niña.
   En cuanto a la víctima, la novela muestra con crudo realismo el terror que corre por sus venas que la petrifican, le provocan espasmos en sus extremidades, más dolorosos que el cuchillo que la desgarra entre las piernas.
   Susana, la madre de la niña, es una mujer divorciada y, después de meses desde el secuestro, está atascada en la desolación. En ella, sin embargo, personaliza la escritora el culpable descuido de tantos padres y madres que, en los parques o en los supermercados, pierden de vista a sus hijos indefensos, distraídos en frívolas chácharas o absortos con las teclas de los celulares, la pestosa adicción de nuestros días.
   Quizás llame la atención el hecho de que, una vez más, Liliana Blum le otorgue un gran protagonismo a una mujer enana. Ya lo había hecho con la vendedora de cosméticos de uno de sus cuentos; y en su primera novela, Pandora, la coprotagonista es otra mujer sumergida en una inmensa gordura. Es un nuevo acierto de la novela. La autora juega con la dualidad semántica del concepto “monstruo”. Los enanos siguen siendo freaks, seres monstruosos que no pueden ocultarse, inofensivos generalmente. Pero a nuestro lado, conviven los verdaderos monstruos que “circulan entre nosotros con un disfraz de normalidad escalofriante que engaña a todos”.
   Liliana Blum narra la historia con un veraz realismo que no rehúye las dosis precisas de crueldad -por ejemplo el relato de la violación final- para hacer creíble lo que cuenta. Pero su estética del horror jamás cae en la chabacanería o en el mal gusto. Escribe con un estilo cuidado capaz de transformar el relato de lo más sórdido y espeluznante en literatura, es decir, en una pieza artística.

Francisco Martínez Bouzas

                                                 
Liliana Blum

Fragmentos

“Pero ese día Raymundo varió su método por primera vez en años. Se estacionó a unas cuatro cuadras del colegio y caminó hasta allá como si nada. Ya muchas madres bloqueaban la calle estacionadas en doble fila, y una cantidad considerable de tutores autorizados para recoger a los niños (abuelos y choferes de transporte escolar compartido) se apiñaban contra la reja principal. La campana de salida sonó al fin. Un minuto más tarde, las niñas comenzaron a brotar por las puertas de los salones, inundando los pasillos. Pensó en un programa de televisión en el que las termitas fluían iracundas al ver derribados sus termiteros. Las más pequeñas fueron las primeras en llegar hasta los barrotes para formarse en grupos amorfos, buscando con la vista a quien venía por ellas. Raymundo esperó. No le gustaban demasiado jóvenes: aún eran cabezonas y de extremidades gruesas y suaves, Como si no terminaran de superar la etapa de bebés. Larvas. No estaban listas todavía. Tampoco le apetecían las entradas en la pubertad.  Les empezaba a cambiar el contorno del cuerpo y no existía nada más repugnante que esos pezones con forma de cono que se levantaban debajo de sus blusas. Su tipo eran las niñas delgadas, atléticas, de facciones finas, ni muy blancas ni muy morenas. Las prefería en el rango de los cinco a los nueve años: niñas auténticas, no bebés grandes ni mujercitas en proceso.”

…..

“La verdad es que durante los últimos días en casa de de Raymundo mi vida empezó a desmoronarse. Cada día era más difícil  sobrellevar esa dualidad: estar enamorada de él y saber lo que hacía con la niña. El tener que compartirlo a él y, a la vez, ayudarlo a cuidarla. Me resistía por igual a tenerle lástima y celos a esa criatura. La confusión interna me estaba destrozando. Si llegaba a salir a la calle, todo me parecía incorrecto, fuera de lugar. La gente con sus malas caras, gordos deformes, un tráfico agresivo, sin tregua. Los edificios escarapelados y con grafitis, los baches de las calles, el polvo, el cielo de un tono lodoso y sucio. El hedor a orines de las paredes, la mierda de los perros sobre la banqueta, la basura acumulada en las calderas. La fealdad me rodeaba. Seguramente había partes de la ciudad que no eran así, pero yo sólo me fijaba en lo horrible. El mundo era un espejo en el que se reflejaba el interior de mi mente, lo que yo sabía que sucedía en mis propias narices y trataba de negar la mayor parte del tiempo.”

…..

“Mi novio, el amor de mi vida, era un pedófilo que tenía a una niña secuestrada en el sótano de la casa donde yo vivía con él. Ahora que hay cosas tan espeluznantes que no se pueden comprender en el momento en que suceden. Hay otras que ni siquiera se pueden concebir. Cuando pasa el tiempo, cuando quedan cenizas y todos se han ido, una se da cuenta de lo que sucedió en realidad.
Quizás eso significa «tocar fondo»: el mundo cambia a tal punto que ya no se puede volver a lo que era. Me avergüenza decir que en mi caso no fue porque quise hacer lo correcto, sino porque el más puro egoísmo me llevó  a actuar. No puedo olvidar esa tarde: yo comía galletas y navegaba en la red en busca de noticias sobre nuestro caso. Me incluía porque estaba al tanto de que había participado como cómplice. Era nuestro caso. Todos los días peinaba los sitios de noticias en busca de… ¿qué esperaba encontrar? ¿Qué la policía tenía una pista? ¿Qué había sospechosos?
Me era imposible no revisar las noticias. Con el transcurso de los meses, al parecer, la madre perdió las esperanzas, y la policía, que si acaso por la presión de los medios hizo algo al principio, terminó por abandonar la investigación. Si es que alguna vez la iniciaron, claro. A falta de cadáver, se manejaba la teoría de que la niña fue llevada al extranjero. Estaba ya en la lista de alertas de la Interpol.”

…..

“Raymundo tendió  a Cinthia sobre el suelo. Ella giró la cabeza para poder respirar y la mano de él se posó con fuerza sobre su cuello. Podría romperlo si quisiera, o si ella lo obligaba. No tenía que ponerle palabras a esta idea: estaba seguro de que ella también lo entendía así. La sangre fluyendo por la aorta infantil palpitaba contra sus dedos. La tibieza de la vida. Literalmente en sus manos.
Con la otra mano movió las piernas desnudas de Cinthia hasta dejarlas en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Notó cómo los vellitos de su espalda se erguían. El miedo se parece tanto a la excitación. Para fines prácticos es lo mismo, pensó antes de untar lubrificante entre los pliegues de la vulva y penetrarla despacio. No quería desgarrarla. Eso sería terrible. Contraproducente, sobre todo.
Una vez dentro se quedó quieto. Sentir el cuerpo de ella abrazando el suyo lo excitaba como nada. Hasta entonces se había limitado a penetrarla con los dedos, para irla acondicionando, y a masturbarse al mismo tiempo; o bien la obligaba a que le hiciera una felación. Era la primera vez que introducía su verga en aquel cuerpecito. Había valido la pena esperar: era la mejor sensación del mundo. Extendió la hoja de papel sobre aquella piel que le permitía visualizar los huesos de la columna vertebral.
-Yo voy a leer el contrato y tú vas a repetir lo que yo diga. -Ella permaneció en silencio y él embistió con su cadera hasta que su glande topó con la pared interna. La niña lanzó un chillido y un «sí» cubierto de lágrimas-.  Nos entendemos, muy bien, muy bien. -Carraspeó y se acomodó los lentes tratando de ignorar el ligero calambre en las piernas.
-To, Cinthia López Garnica…
Movimiento de cadera.
Sollozo.
-Yo, Cinthia López Garnica…
-… esclava sexual de Raymundo Betancourt…
Dedos envolviendo el cuello.
Boqueos de pez fuera del agua.”

(Liliana Blum, El monstruo pentápodo, páginas 26-27, 155-156, 157-158, 222-223)

3 comentarios:

  1. Gracias por tus generosas palabras, Francisco. Te mando un abrazo desde México.

    ResponderEliminar
  2. Quiero felicitar a la autora que además cabe resaltar es mi compatriota. Un tema espeluznante, realista y crudo. Se me eriza la piel de sólo pensar en el drama que puede padecer un niño, ante tal demencia. Voy a leer su libro, ya me atrapó. Gracias por tu reseña eres de lo mejor en crítica literaria. Un abrazo.

    ResponderEliminar