jueves, 25 de febrero de 2016

LA CERTEZA DE LA IGUALDAD DE LOS MUERTOS



Telón de boca

Juan Goytisolo

El Aleph Editores, Barcelona, 99 páginas

(Libros de fondo)



   La obra ficcional de Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) atraviesa toda la segunda mitad del siglo XX y prosigue en el actual. Aquellos inicios explosivos de la década de los cincuenta pusieron a disposición de los lectores cinco piezas narrativas (Juego de manos, Duelo en el paraíso y los volúmenes de la trilogía El mañana efímero). A comienzos de los sesenta, el escritor catalán, con residencia en Marrakech desde el fallecimiento de su esposa, publicó La isla  y Fin de fiesta, títulos que clausuran una etapa narrativa. Tras años de reflexión, reaparece el escritor fabulador y el intelectual rebelde contra el franquismo, aunque con cambios importantes en su concepción novelística. Si hasta entonces la escritura de Goytisolo pretendía, sobre todo, mostrar los aspectos externos de la realidad, a partir de esas fechas sus grandes temas convergirán  en la lucha contra los mitos más importantes de la sociedad española y en la transformación de la lengua literaria. Es la época de sus libros más conocidos y reconocidos: Señas de identidad, Reivindicación del conde don Julián o Makbara. Obras que significaron una peregrinación en la búsqueda de las propias raíces, en el sentido de la historia patria y en un proceso imparable de racionalización que lo conducirá a romper con sus orígenes literarios, con un pasado cultural y, por último, incluso con la propia lengua que se va transformando progresivamente en caracteres árabes en las últimas páginas de Juan sin tierra.

   Juan Goytisolo seguirá publicando. Nuevas novelas, estimulantes libros de memorias (Coto vedado, En los reinos de taifas) y una importante obra ensayística (El furgón de cola o Cógitus interruptus, entre otros muchos).

   Hasta que en febrero de 2003, el intelectual y uno de los pocos supervivientes del espíritu crítico, como lo calificó Günter Grass, se despidió definitivamente de la literatura de ficción, porque pensaba que, a lo largo de su vida, había “perpetrado demasiados libros”. Un adiós para centrarse en el ensayo, aunque cambiaría de opinión en 2008 con la publicación de El exiliado de aquí y de allá. Su despedida de la literatura  de ficción es una pequeña novela, un libro extremadamente conciso, en el que nada salva, y el título, Telón de boca, lo dice todo. La cortina que oculta el escenario cuando termina la representación, pone de manifiesto la voluntad del autor de poner silencio a su labor como escritor de ficción.

   Telón de boca es una breve obra de arte, escrita de forma primorosa, que rezuma intimismo y pesimismo en cada párrafo. El protagonista, alter ego del propio autor con el que se confunde, nos agasaja desde una ciudad “ocrerrosada” como Marrakech, con una amarga y desolada reflexión sobre la existencia que sabe que dejará pronto. Desde la frontera de la muerte, repasa su vida con gran clarividencia y a la vez con grandes dosis de pesimismo. Su hablar -un paréntesis entre la nada y la nada- se convierte en recuerdo y recuperación de la esposa fallecida, y en un reconocimiento del poder cruel de los vivos frente a la indefensión de los muertos.

   Una especie de demiurgo al que llama “El desalmado”, lo confirma en la percepción pesimista de la especie humana, la especie más nociva del universo, cuya historia es el reino de la mentira. Solamente somos poseedores de una única certeza: la igualdad de los muertos, pero esa igualdad no la veremos tras nuestro fallecimiento. En esta novela, en la que da la impresión de que el manto de la noche pende sobre nosotros, que también anochecemos sin darnos cuenta, un símbolo extraído  de Tolstói, un cardo amputado con flores ennegrecidas, se convierte en la gran metáfora del desvanecimiento de toda certeza y de la inevitabilidad  del destino al que estamos condenados los descendientes de la Caverna: desaparecer sin haber hallado el sentido de nuestra vida.



Francisco Martínez Bouzas


                                                      Fragmentos



“Su destino -el de ella, de él y todos los descendientes de la Caverna- sería el del cardo cuya imagen obsesionaba a Tolstói, el mismo cardo tenaz que él buscó en las montañas del Cáucaso. Iba en una chatarra de automóvil por el camino enfangado a Shatoi y pudo atisbar, cuesta abajo, los tanques y vehículos calcinados en una emboscada similar a la tendida a los soldados del zar siglo y medio antes. Verificó una vez más la necia reiteración de la historia, su crueldad obtusa. En el valle de Argún había una magnífica variedad de flores. A través del intérprete, preguntó por la planta a uno de los reclutas que les detenían a mendigar cigarrillos. No supo darles respuesta y, aunque siguió escrutando entre retén y retén, no divisó ninguna. El trayecto a las ruinas aún recientes del pueblo le  confirmó en su certeza de pertenecer a la especie más dañina del universo. El cardo amputado y sus flores ennegrecidas cobraban el valor de un símbolo. El carro ciego que las tronchó era el que segaba metódicamente sus vidas.”



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“Ella no había querido nunca maquillarse ni quitarse años. Deseaba vivir y expresarse en sus cuadernos mientras fuera posible: si el cuerpo aguantaba y su lucidez persistía. Cruzó a nado, como en las playas del solsticio bretón en las que se bañaba, los límites trazados por las boyas y fue absorbida por la vorágine. Ese marido «siempre ausente» que él era verificó con amargura su negligencia y falta de previsión. Desde entonces su universo zozobraba. Pronto sería su turno y llegaría al finisterre del acantilado. Soñaba con el digno final de Tolstói en su fuga quimérica al Cáucaso. Pero la caducidad carecía de fecha y el momento de la bifurcación de su existencia y la del universo mundo no podía ser previsto como en un guión de teatro. El telón de boca de las montañas seguía en manos del tramoyista.”



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“Se despertó y no le vio. Descubrió que no se había movido de la habitación y se asomó a mirar los naranjos del patio. Era noche prieta, la ciudad descansaba. Se arropó contra el frío  y subió a la terraza. El cielo desplegaba su magnificencia e invitaba a descifrar el álgebra y el silabario de las estrellas. La Plaza dormía también: ninguna voz ascendía de su espacio desierto. Divisó siluetas fugaces, trémulas en su desamparo. La  tiniebla cubría el perfil de la cordillera. La sentía no obstante recatada por ella, presta a revelar su blancura a la ceja del alba. Lo oculto detrás mantenía tenazmente el secreto. La cita sería para otro día: cuando se alzara el telón de boca y se enfrentara al vértigo del vacío. Estaba, estaba todavía entre los espectadores en la platea del teatro.”



(Juan Goytisolo, Telón de boca páginas 29-30, 68-69, 99)

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