viernes, 19 de septiembre de 2014

"EL TESTIGO", UNA NOVELA OBSESIVAMENTE MEXICANA



El testigo

Juan Villoro

Editorial Anagrama, Narrativas hispánicas, Barcelona, 470 páginas

(LIBROS DE FONDO)



   
  Juan Villoro  (Ciudad de México, 1956), a pesar de que frecuenta todos los géneros no se prodiga en exceso. Ha publicado cinco novelas, seis libros de cuentos, literatura infantil, teatro, ensayo, crónica y periodismo literario; y es sobre todo uno de los escritores fundamentales de la actual literatura en español escrita en México. Ha vivido del “multiempleo”: profesor, traductor, periodista y escritor. La novela que hoy comento, El testigo, es posiblemente su obra más importante. Ganadora hace diez años del Premio Herralde de Novela. Juan Villoro forma parte de esa ola de narradores nacidos a la otra orilla del mar que está renovando la literatura latinoamericana, tras el agotamiento creador en que la misma cayó después de los autores del boom.

   La suya es una literatura que sigue una línea claramente experimental; una literatura del desencanto basada en la revisión estructural del relato, en el alejamiento, en la ironía crítica que sustituye a la imaginería tropical o telúrica, a las corrientes imaginativas de los escritores del realismo mágico. Una línea que está conformando una nueva generación de escritores que presentan como elementos caracterizadores un cuidadoso tratamiento del lenguaje novelesco, una descripción pormenorizada de sucesos y situaciones, una honda penetración en la psicología de los personajes y un abierto y franco cosmopolitismo que, no obstante no se olvida  de los territorios más próximo y de sus crueles situaciones conflictivas.

   Juan Villoro es un escritor indispensable dentro de esta línea de renovación estética. Este “equilibrista consumado” non regala  con El testigo una novela rabiosamente mexicana. Una novela que radiografía un país con el alma dividida, construido a base de ambivalencias y dicotomías, como uno de los personajes de la novela, el poeta ruralista Ramón López Velarde (1888-1921), anclado entre santas y putas.

   A pesar de que El testigo abre sus páginas con el poema de Cavafis sobre la superioridad del viaje en relación con el punto de llegada (“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo…), la novela es ante todo una pieza narrativa sobre los enigmas de la llegada y una reflexión sobre la figura del testigo precisamente en su país. En estas coordenadas es preciso encuadrar la trama argumental. La historia de un mexicano, Julio Valdivieso, un intelectual mexicano emigrado al viejo continente, profesor en la universidad de Nanterre, que, tras una prolongada ausencia, retorna a su patria para conocer los cambios en ella operados, hacer frente a un pasado personal marcado por la relación con una prima y sobre todo resolver sus dudas, tanto políticas como sentimentales. Porque esta vuelta al presente se convierte para él en una oportunidad para penetrar  en su pasado, en el de su familia y en el de su país, que sigue igual pero al mismo tiempo, distinto. En el agitado cambio político, el personaje principal  no ejerce exactamente el papel de protagonista, sino de testigo de la realidad. Más que desatar los sucesos, da testimonio de ellos. Por eso mismo, la oportunidad del título porque toda la novela es una profunda reflexión sobre la figura del testigo, aunque, como piensa el escritor, no resulta fácil decir quién  es un testigo fiable de los hechos.

   La novela, sin tener un contenido político palmario, en su trasfondo tiene que ver con la sensación de ilusión traicionada que acarreó la transición a la democracia después de casi tres cuartos de siglo de dictadura del PRI. Al mismo tiempo la novela indaga en algunos testimonios contemporáneos tan influyentes en el vivir diario como los programas televisivos, los mensajes religiosos o la gran poesía, no obstante sus nefastas dualidades, de Ramón López Velarde, que en sus construcciones  líricas refleja el alma íntima de los mexicanos. Radiografía generacional, sociológica, cultural e incluso corporativa de un país, amalgamada con una historia de sentimientos frustrados -en la novela tampoco falta el amor  y el protagonista quiere indagar por qué su prima amada le deja plantado-, de soledades asumidas, de restos incumplidos.

   Una pieza literaria erguida con una prosa muy precisa y sin embargo a veces sensual. Y trabada en una arquitectura perfectamente consecuencial, de imprevisto suspense que el autor mantiene a través de complejas maquinaciones y que, siendo realista, nada tiene que ver con el realismo tradicional. Un buen y amplio friso literario, en definitiva, cuya trama argumental no ha perdido actualidad y que le permitirá a lectoras y lectores empaparse de las ambivalencias y contradicciones del actual México.



Francisco Martínez Bouzas





Juan Villoro

Fragmentos



“La comunicación se cortó. Julio hubiera preferido cenar solo, en la cafetería que vio junto a la alberca, pero ya no podía rectificar. No había querido llegar a casa de su madre para amortiguar su regreso a la patria, y ahora se sentía metido en un embrollo. ¿Quién era el Vikingo? En veinticuatro años europeos no había tenido un amigo con apodo (le decía el Hombre de Negro a Jean-Pierre Leiris, pero ése era un apodo secreto). Pensó en Olga, la chilena que parecía rusa. Sus ojos sugerían episodios trágicos. Por desgracia, Julio no fue uno de ellos. Olga tenía piel de jabón de avena, la mirada irritada por la nevisca, un cuerpo para temblar entre tambores de té y sábanas calientes.”



…..



“Caminó (Julio) un rato por la Zona Rosa. El antiguo bastión de la bohemia, las joyerías y los restoranes de moda había sido invadido por vendedores ambulantes. Le ofrecieron hámsters, casets piratas, cortaúñas, un enorme martillo inflable.

Había sencillos puestos de tortas y jugos para quienes se dirigían a la estación del metro. Muchachas jóvenes atractivas, casi todas en pants, entraban en los locales de table-dance donde se empezarían a desvestir al poco tiempo.

Afuera de una tienda de artesanía vio a un mendigo de papier mâché, de tamaño natural. Estaba condenado con un grillete, para que no lo robaran. La protección parecía un castigo por la mendicidad. ¿Cómo sería la casa ese hombre de mano extendida resultara decorativo? ¿Había algo más extraño para un mexicano que estar en México?”



(Juan Villoro, El testigo, páginas 16, 253-254)

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