lunes, 12 de noviembre de 2012

UN MÉXICO DISPARATADO DESDE EL CERRO DE LA CHINGADA


   
Si viviéramos en un lugar normal
Juan Pablo Villalobos
Editorial Anagrama, Barcelona, 2012, 188 páginas.


   Experto en investigar temas muy dispares y en escribir novelas contra las convenciones de la literatura, Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, México, 1973) completa con Si viviéramos en un lugar normal la segunda entrega de la trilogía Tríptico de los dedos, un título con el que homenajea a Jorge Ibargüengoitia. Título así mismo, el  de esta novela, que le hace justicia a la paródica anormalidad del lugar en el que se desarrolla la acción: un pequeño pueblo del que el protagonista relator dice estas cuatro cosas: “hay más vacas que personas, más charros que caballos, más curas que vacas y  a la gente le gusta creer en la existencia de fantasmas, milagros, naves espaciales, santos y similares” (página 11). Es Lagos de Moreno, un lugar minúsculo situado en el alto del cerro de la Chingada. Alí, en una casa que se asemeja a una caja de zapatos, habita una pareja: él, profesor de preparatoria y profesional de los insultos; ella, una resignada mujer que se pasa el día cocinando quesadillas para alimentar a sus siete hijos, los dos últimos, gemelos de mentira.
   Desde este cerro de la Chingada, el protagonista relator, un adolescente que se está adentrando en la juventud, contempla la curiosa panorámica del México de los ochenta. Es Orestes, Oreo para abreviar, el segundo de los hijos, que nos conduce a través del tono cómico, o mejor dicho trágico-cómico, de este relato y un fino instinto para el análisis social a las interioridades de su propia familia -son pobres, tan pobres material y espiritualmente que cada miembro de la familia emplea toda clase de trucos para hacerse con una quesadilla y sus expectativas vitales están bajo cero- y nos permite diseccionar con su cáustico humor negro el mapa de un México que no es mágico aunque sí algo surrealista, donde el hábito consiste en robar elecciones y es así mismo un país especializado en desabrigar ilusiones y en hacer que los pobres consigan la desigualdad a base de humillaciones.
   Orestes pasa gran parte de su tiempo preguntándose por qué su familia es tan pobre, por qué viven en ese cerro sin esperanzas donde todo  es tan disfuncional y disparatado que, ante la impotencia, solo es posible recurrir a decir que todo está jodido. Ante tanto tedio el treceañero huye de casa y va a la colina para ayudar al hermano mayor en la búsqueda de los dos gemelos de mentira, supuestamente secuestrados por extraterrestres.
   Juan Pablo Villalobos, transitando  por los inciertos canales del surrealismo y de la crueldad humana, nos ofrece la visión de un país disparatado, en los límites de la paranoia. Un México tan esperpéntico como cruel. La intrahistoria de esta familia y su inútil guerra contra el ayuntamiento, los promotores inmobiliarios los dos partidos corruptos -el PRI y los rebeldes, más beatos que los cristeros de los que se consideran herederos-, retratado todo con un humorismo salvaje pero incapaz de salvarnos de la desolación, es aprovechada por el escritor para hacernos ver la hiriente desigualdad de clases - incluso dentro de la pobreza  existe un ranking- lanzar agudos ataques contra la desatinada religiosidad popular, tan fanática como irracional (“El pueblo era tan católico que estaba rodeado de espinas”, página 76), contra la connivencia del clero con las injusticias y contra  una clase política desprestigiada y causa de todos los males.
   Este humor disparatado llega a producir un efecto paródico acumulativo que incluso es capaz de  explicar el horror. La escritura de Juan Pablo Villalobos es pues la pura crueldad humorística ejercida a través de un ejercicio de alta calidad estilística que, a pesar de llevarnos de decepción en decepción y hurtarnos cualquier pizca de romanticismo, nos hace reír de las cosas -de ese pánico del instante del que habla Villalobos- para evitarnos  llorar. Eso sí, la existencia humana no pasa de ser en esta novela una serie de episodios carentes de cualquier hilo de humanidad que los una entre si y que, por consiguiente, no llevan a ninguna parte.

Francisco Martínez Bouzas
 




Juan Pablo Villalobos

Fragmento

“ –Mamá, se puede dejar de ser pobres?
-No somos pobres, Oreo, somos de la clase media- replicaba mi madre, como si los niveles socioeconómicos fueran un estado mental.
   Pero eso de la clase media se parecía a las quesadillas normales, algo que sólo podía existir en un país normal, en un país donde no estuvieran permanentemente tratando de chingarte la vida. Todas las cosas normales eran cabroncísimas de lograr. En el colegio se especializaban en organizar genocidios de extravagantes para convertirnos en personas normales, eso nos reclamaban todos los profesores y los curas, que por qué chingados no podíamos comportarnos como gente normal. El problema era que si les hubiéramos hecho caso, si hubiéramos seguido al pie de la letra las interpretaciones de sus enseñanzas, habríamos acabado haciendo lo contrario, puras pinche pendejadas loquisimas. Hacíamos lo que podíamos, lo que nos exigían nuestros cuerpos calenturientos y siempre pedíamos perdón de a mentiras, porque nos obligaban a confesarnos cada primer viernes del mes.
Para evitar confesar el número de puñetas que me estaba haciendo cada día, yo intentaba distraer al cura que me confesaba.
-Padre, pido perdón por ser pobre.
-Se pobre no es pecado hijo.
-Ah, no?
-No
-Pero es que no quiero ser pobre, entonces seguro que voy a acabar robando o matando a alguien para salir de pobre.
-Hay que ser digno de la pobreza, hijo, hay que aprender a vivir en la pobreza dignamente. Jesucristo nuestro Señor era pobre.
-Ah, ¿y ustedes son pobres?
-Los tiempos han cambiado.”

(Juan Pablo Villalobos, Si viviéramos en un lugar normal, páginas 37-38)

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