lunes, 6 de febrero de 2012

EL DESEO POSMODERNO, LA CONTUMACIA DE LA CARNE

Llámalo deseo
José Luis Rodriguez del Corral
Tusquets Editores, La Sonrisa vertical, Barcelona, 182 páginas.
(LIBROS DE FONDO)        



Pocos y apenas sin nombre son los templos donde se rinde culto a la erótica, esa afección teñida de deseo, y también género literario, que tiene que ver con la recuperación de muchas cosas. Y en primer lugar, con la recuperación de los cuerpos silenciados y transgresores que ocultaban en su interior todo lo que la cultura patriarcal impuso con sus prácticas y también con sus prédicas. Así pues, la buena literatura erótica no se nutre con aquellos libros que, según la célebre definición de Rousseau, leen los lectores con una sola mano. Se alimenta, por el contrario, con la donación absoluta al lector, donación de los cuerpos, no solamente en la corporalidad física, sino también en aquella otra mucho más delicada y sutil. 'Darse' por entero al lector para que éste sienta placer, como diría Roland Barthes.

Y es importante que la literatura, que nunca desaprovecha nada, no se haya olvidado del amor y del erotismo. Los dos siempre estuvieron ahí, de forma larvada o quizás incluso con otros nombres. Pero la literatura, ese juego interminable y muchas veces “insensato” de palabras, ha recreado innumerables historias eróticas. Desde la antigüedad, desde ese sabrosísimo plato para sondear en el amor de los efebos que es El banquete de Platón, hasta Lolita de Vladimir Nabokov. Y hasta nuestros días, a pesar de que en el ámbito de las letras hispánicas la verdadera literatura erótica es hoy prácticamente inexistente. Acaso porque, como afirma Vargas Llosa, ya no es la censura lo que es necesario flanquear, sino la barrera de la banalidad y del estereotipo. La permisividad hizo que todo resulte aceptable, se evaporó el efecto escandaloso y el erotismo es hoy en día algo previsible, mecánico, monótono, carente del refinamiento estético e inconformista y capaz de desafiar la moral represiva establecida.

Hay, eso si, algunos acontecimientos aislados que contribuyen de forma puntual a inventar un género erótico en las diversas literaturas estatales de ámbito hispanoamericano. Sin duda el más conocido y relevante fue el premio y la colección “La sonrisa vertical”, que celebró en 2002 su veinticinco aniversario superando el listón de los 120 títulos publicados. En la actualidad son 147 “sonrisas verticales” editadas por Tusquets.  En efecto, en 1977, la editora Beatriz de Moura y el cineasta Luis García Berlanga convirtieron en realidad el proyecto de crear un premio y una colección de literatura erótica, para los que el director de cine eligió el título de “La sonrisa vertical” a partir de una metáfora francesa. El premio, uno de los pocos que quedaron desiertos de vez en cuando, pretende surtirnos del aire para respirar, ya que el deseo es salud. Pretende recuperar el culto a la erección, al hedonismo, a las fértiles cosechas que una buena y gozosa literatura puede ofrecer.

El galardón fue a parar, en la convocatoria del año 2003, a las manos de un escritor neófito, el librero sevillano José Luis Rodríguez del Corral, que lo obtuvo con la novela Llámalo deseo
En la pieza, que está escrita con la intención de combinar el lirismo con la excitación sexual de tal manera que la descripción de los actos sexuales se haga sin amaños, pero al mismo tiempo sin caer en la afectación relamida, entran en acción cuatro personajes. Dos mujeres, dueñas de su propia sexualidad, y dos hombres sexualmente pasivos. Héctor, un autista sexual, tímido, que contempla con placer morboso los entrenamientos de una joven y atractiva nadadora vestida de neopreno y a la que observa como una sirena del 'bondage', como una mujer atada, miembro del harén de sus fantasías de las hermosas durmientes atadas. Tal como acontece en el burdel de la novela de Kawabata, en el que se les ofrecen muchachas anestesiadas a ancianos que las prefieren así para no avergonzarse de su decrepitud.

Y Luis, reducido por un accidente a la inmovilidad y para el que su mujer alquila películas porno. Lo hace para aguijonear su fantasía pensando que en aquel reducto imaginario podría encontrar ganas e impulsos “de empalmarse y también de vivir”. Sin embargo, el escape sexual de los personajes masculinos de la fabulación (la pornografía de los vídeos y las imágenes de mujeres atadas) no es la opción capaz de hartar la insatisfacción sexual de ellas, los dos personajes femeninos, Belén y Claudia, que decidirán tomar la iniciativa.

Surge así una novela de hombres estáticos y de mujeres con amplios desplazamientos que, situados en un tablero de ajedrez -el símil es del mismo autor-, representan a dos reyes que apenas se mueven, y a dos reinas responsables de sus libres desplazamientos por toda la geografía del tablero.

Un lenguaje rebosante de imágenes sugestivas e insinuantes y una estructura dual formada por secuencias pares, narradas en primera persona por uno de los personajes femeninos, y otras impares, escritos en tercera, se convierten en el vehículo apropiado que introduce al lector en las escondidas y secretas regiones de las fantasías y en los suburbios del deseo posmoderno, ajeno a tabúes y prohibiciones. Deseo que sigue siendo un motor indispensable para la vida y que continúa alimentándose, como siempre, de insinuaciones, de excitaciones, de tendencias atávicas, de exquisitas humillaciones, de obsesiones sin nombre, de la universal contumacia de la carne.

Francisco Martínez Bouzas

* Este texto, con ligeras modificaciones, fue publicado el día 1 de junio del año 2003 en el periódico El País de Cali (Colombia)
José Luis Rodríguez del Corral



Fragmento

“Héctor es virgen, por más que se masturbe con furor de hincado. Nunca ha estado con ninguna mujer. Mas cuando llega al obsceno y aislado recinto, donde también se habla en susurros, como en los lugares sagrados, y raramente se levanta la voz, tras hacer entrega de las siempre enojosas pruebas de su delito, se da una vuelta y no encuentra nada que le llame la atención en los anaqueles repletos de bestialismos, sodomías, sadismos, coprofagias y demás horrores cansinos de enumerar. Está demasiado contento para conformarse con el surtido habitual de sus obsesiones, y la atmósfera sofocada y chillona le resulta opresiva. Se va inmediatamente, sin pararse siquiera a ver las revistas. Belén lo ve de refilón, desde arriba, mientras espera a que una clienta salga del probador. Lleva, despreocupado, las manos en los bolsillos, pero ella no repara en ese detalle. Se pregunta si piensa en ella cuando está caliente y ve a esas mujeres suculentas de grandes pechos y nalgas, si también se excita entonces pensando en ella. Se imagina como una amazona expulsando a todas aquellas furcias a patadas. Como un gran viento se imagina barriéndolas a todas con sus perifollos, zapatos de tacón, medias, ligueros, bragas de satén, estrictos corsés, gargantillas, collares de cuero o deberlas, todo revuelto en una nube de polvo que las arrastra muy lejos, donde su insano brillo no contamine la luz del sol. Barrerlas con un soplo como a un ejército de fantasmas. En ese momento la clienta, una morena entrada en años pero vivaracha y resultona, sale del probador, se contonea ante el espejo para ver cómo le queda la falda, se pone las manos en las caderas, yergue el torso, se contempla, ajena a todo, ajena a Belén, también reflejada en el espejo tras ella, y se dedica una sonrisa satisfecha y gatuna”

(José Luis Rodríguez del Corral, Llámalo deseo, páginas 62-63)

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